Rössman Konig entre rejas (II)

Las Aventuras de Maese Konig

Honsi le estaba limpiando con un trapo mojado la sangre de la frente a Rössman. Ya se habían desecho del uniforme de la guardia robado, así que el vendedor volvía a vestir su habitual camisola abierta hasta el pecho y su chaleco, que marcaban bien el redondel de su barriga. También habían logrado romper los grilletes (con más esfuerzo del que esperaban) e incluso habían preparado el equipaje para que Honsi dejara la tienda en caso de que las cosas se torcieran. Solo les faltaba un plan para encontrar al chico.

–Se llama Jack, y es posible que aún no haya dejado la ciudad. Si vendía una mula tan sana es porque su familia necesitará dinero. Probablemente esté en algún lugar del mercado planeando cómo contarles a sus padres lo que ha hecho, o de camino a las granjas.

–Sí, lo más inteligente es que demos una vuelta por la plaza, y si no lo vemos por ahí, vayamos a buscarlo por el camino del sur.

–¿”Vayamos”? ¿Es que acaso tengo que ir yo?

–¡Claro que sí, eres el único de los dos que sabe quién es! Yo ni siquiera conozco la ciudad.

–Eso solo son más probabilidades para mí de que me relacionen con este asunto. En fin, todo sea porque te debía una.

–Y bien gorda, no lo olvides –contestó su amigo, guiñándole el ojo.

Ya había terminado de limpiarle la herida, así que salió fuera para echar el cubo de agua sucia a la calle. Pero nada más abrir la puerta, distinguió aproximándose entre la multitud ante su negocio a un jinete con cara de muy malas pulgas.

–¡Röss, el alguacil! ¡Viene a la tienda!

–¡Mierda! No parará hasta que me coja, el muy canalla. Coge tu equipaje; saldremos por la puerta trasera.

El extraño dúo recogió en un parpadeo las alforjas, y, cargados con ellas, salieron al patio para echárselas sin ningún miramiento a Sandokan sobre la grupa. El jamelgo relinchó de disgusto y Konig tuvo que pararse a pedirle perdón. Después, los dos montaron y echaron a correr, tirando abajo la pequeña cerca del patio. Para cuando el alguacil estuvo por fin cara a cara con la puerta del negocio, pudo ver cómo salían por la puerta de atrás galopando en dirección contraria. Sin cambiar el gesto de la cara, obligó a su montura a cambiar de trayectoria y a ponerse de nuevo en marcha, teniendo que perder algunos valiosos segundos. Las calles que habían escogido los dos fugitivos para huir estaban abarrotadas, aprovechando el rebufo que dejaban en el torrente de gente para perseguirlos con más facilidad.

–¡Röss! ¡Por ahí!

Konig redirigió hábilmente al caballo por una estrecha callejuela en el último segundo, de forma que cuando el alguacil trató de hacer lo mismo, fue bloqueado por la gente que se había apartado para dejarles pasar. Aprovecharon ese momento para ganar algo de distancia y el jinete tuvo la feliz idea de hacer bajar a Honsi cerca de una galería que daba al mercado para que el caballo pudiera ir más rápido. Éste saltó sin que apenas tuvieran que reducir la marcha y se escabulló por unas callecillas. Rössman prosiguió en solitario, ahora con la intención de encontrar un sitio donde esconder al caballo, pero su perseguidor volvía a recortar espacio. “Cuadras, necesito encontrar unas cuadras”, pensó. Como todo el mundo sabe, las cuadras suelen estar a la entrada de las ciudades. Solo tenía que encontrar la dirección adecuada, lo que requería una gran cantidad de suerte. Cruzó los dedos.

Cabalgando, los dos jinetes acabaron desembocando en una calle principal, lo que Rössman entendió como una señal de que por fin iba en la dirección correcta. La carrera tomó aquí velocidad y pronto Sandokan se vio superado por el rocín del oficial, que al contrario que él, no tenía que cargar con el equipaje de ningún mercader. Las puertas de la ciudad y las cuadras habían aparecido a lo lejos, cada vez más cerca. Solo debía aguantar unos segundos más… Con un rápido movimiento de mano, Rössman desabrochó los cinturones que fijaban las alforjas al caballo y las dos sacas cayeron al suelo, desperdigando todos su contenido. El alguacil no pudo esquivarlo a tiempo, y su caballo tropezó con los diferentes útiles de cocina, pares de botas y joyas que guardaban en su interior, colisionando con la puerta de entrada a las cuadras. Una vez más, el fugitivo contaba con ello, y con un certero disparo de su arma, rompió la cuerda que mantenía la verja cerrada, así, cuando el alguacil chocó con ella se venció, invitándoles a entrar al interior. Los caballos se desbocaron, asustados por la irrupción de un nuevo miembro a la yeguada, y su jinete no tuvo más remedio que desmontar para evitar caerse y poder seguir con la persecución. Pero Rössman ya se alejaba de nuevo, calle arriba. Los guardias de la puerta no tardaron en acudir en su auxilio.

–Señor, ¿lo perseguimos?

–No, por favor. Dejad que se escape –contestó con su habitual tono sarcástico, mientras saltaba la valla y acudía al encuentro del caballerizo para que lo ayudara a calmar a su bestia. Suspiró al sentir que aquellos dos se habían quedado ahí detrás, inmóviles.

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