Rössman Konig entre rejas (II)

Las Aventuras de Maese Konig

Honsi le estaba limpiando con un trapo mojado la sangre de la frente a Rössman. Ya se habían desecho del uniforme de la guardia robado, así que el vendedor volvía a vestir su habitual camisola abierta hasta el pecho y su chaleco, que marcaban bien el redondel de su barriga. También habían logrado romper los grilletes (con más esfuerzo del que esperaban) e incluso habían preparado el equipaje para que Honsi dejara la tienda en caso de que las cosas se torcieran. Solo les faltaba un plan para encontrar al chico.

–Se llama Jack, y es posible que aún no haya dejado la ciudad. Si vendía una mula tan sana es porque su familia necesitará dinero. Probablemente esté en algún lugar del mercado planeando cómo contarles a sus padres lo que ha hecho, o de camino a las granjas.

–Sí, lo más inteligente es que demos una vuelta por la plaza, y si no lo vemos por ahí, vayamos a buscarlo por el camino del sur.

–¿”Vayamos”? ¿Es que acaso tengo que ir yo?

–¡Claro que sí, eres el único de los dos que sabe quién es! Yo ni siquiera conozco la ciudad.

–Eso solo son más probabilidades para mí de que me relacionen con este asunto. En fin, todo sea porque te debía una.

–Y bien gorda, no lo olvides –contestó su amigo, guiñándole el ojo.

Ya había terminado de limpiarle la herida, así que salió fuera para echar el cubo de agua sucia a la calle. Pero nada más abrir la puerta, distinguió aproximándose entre la multitud ante su negocio a un jinete con cara de muy malas pulgas.

–¡Röss, el alguacil! ¡Viene a la tienda!

–¡Mierda! No parará hasta que me coja, el muy canalla. Coge tu equipaje; saldremos por la puerta trasera.

El extraño dúo recogió en un parpadeo las alforjas, y, cargados con ellas, salieron al patio para echárselas sin ningún miramiento a Sandokan sobre la grupa. El jamelgo relinchó de disgusto y Konig tuvo que pararse a pedirle perdón. Después, los dos montaron y echaron a correr, tirando abajo la pequeña cerca del patio. Para cuando el alguacil estuvo por fin cara a cara con la puerta del negocio, pudo ver cómo salían por la puerta de atrás galopando en dirección contraria. Sin cambiar el gesto de la cara, obligó a su montura a cambiar de trayectoria y a ponerse de nuevo en marcha, teniendo que perder algunos valiosos segundos. Las calles que habían escogido los dos fugitivos para huir estaban abarrotadas, aprovechando el rebufo que dejaban en el torrente de gente para perseguirlos con más facilidad.

–¡Röss! ¡Por ahí!

Konig redirigió hábilmente al caballo por una estrecha callejuela en el último segundo, de forma que cuando el alguacil trató de hacer lo mismo, fue bloqueado por la gente que se había apartado para dejarles pasar. Aprovecharon ese momento para ganar algo de distancia y el jinete tuvo la feliz idea de hacer bajar a Honsi cerca de una galería que daba al mercado para que el caballo pudiera ir más rápido. Éste saltó sin que apenas tuvieran que reducir la marcha y se escabulló por unas callecillas. Rössman prosiguió en solitario, ahora con la intención de encontrar un sitio donde esconder al caballo, pero su perseguidor volvía a recortar espacio. “Cuadras, necesito encontrar unas cuadras”, pensó. Como todo el mundo sabe, las cuadras suelen estar a la entrada de las ciudades. Solo tenía que encontrar la dirección adecuada, lo que requería una gran cantidad de suerte. Cruzó los dedos.

Cabalgando, los dos jinetes acabaron desembocando en una calle principal, lo que Rössman entendió como una señal de que por fin iba en la dirección correcta. La carrera tomó aquí velocidad y pronto Sandokan se vio superado por el rocín del oficial, que al contrario que él, no tenía que cargar con el equipaje de ningún mercader. Las puertas de la ciudad y las cuadras habían aparecido a lo lejos, cada vez más cerca. Solo debía aguantar unos segundos más… Con un rápido movimiento de mano, Rössman desabrochó los cinturones que fijaban las alforjas al caballo y las dos sacas cayeron al suelo, desperdigando todos su contenido. El alguacil no pudo esquivarlo a tiempo, y su caballo tropezó con los diferentes útiles de cocina, pares de botas y joyas que guardaban en su interior, colisionando con la puerta de entrada a las cuadras. Una vez más, el fugitivo contaba con ello, y con un certero disparo de su arma, rompió la cuerda que mantenía la verja cerrada, así, cuando el alguacil chocó con ella se venció, invitándoles a entrar al interior. Los caballos se desbocaron, asustados por la irrupción de un nuevo miembro a la yeguada, y su jinete no tuvo más remedio que desmontar para evitar caerse y poder seguir con la persecución. Pero Rössman ya se alejaba de nuevo, calle arriba. Los guardias de la puerta no tardaron en acudir en su auxilio.

–Señor, ¿lo perseguimos?

–No, por favor. Dejad que se escape –contestó con su habitual tono sarcástico, mientras saltaba la valla y acudía al encuentro del caballerizo para que lo ayudara a calmar a su bestia. Suspiró al sentir que aquellos dos se habían quedado ahí detrás, inmóviles.

Rössman Konig entre rejas (I)

Las Aventuras de Maese Konig

Los barrotes de la celda se cerraron con brusquedad detrás de Rössman, que aterrizó sobre el maloliente jergón de paja que servía de lecho a los detenidos, después de ser empujado por el guardia. Con fingida dignidad y cambiando su expresión por una pícara sonrisa, se levantó tan rápido como si hubiera rebotado, mientras miraba a sus dos sombríos compañeros de calabozo.

–Te quedarás ahí hasta que venga el alguacil, escoria –dijo el guardia después de cerrar la puerta con llave.

Konig se apoyó contra los barrotes, contemplando distraído cómo el guardia abandonaba el cuarto para después volverse a los otros dos personajes.

–Siempre son así de simpáticos, pero no os preocupéis. Pronto estaré fuera. A fin de cuentas, no he hecho nada.

Uno de aquellos tipos, el que tenía la barba más larga y el rostro más demacrado, soltó una risotada sorda y ronca al oír aquellas palabras, mostrando el hueco de su boca sin dientes. Rössman se rió también y pronto el último de los habitantes de la pequeña prisión, más reticente, se acabó sumando al alborozo general. Los tres se tronchaban con absurda complicidad cuando Konig se acercó a ese segundo preso y se apoyó en su hombro, tratando de no derrumbarse del ataque de risa. Pero de pronto se puso muy serio, como si hubiera cerrado de golpe el flujo de carcajadas con un grifo, y miró fijamente a los ojos de aquel tipo, que hasta entonces parecía aliviado por encontrar algo de distensión en aquel lugar, y que rápidamente dejó también de reír. Un fuerte puñetazo fue a parar a esa cara de idiota y después otro más. Sin venir a cuento, Konig empezó a propinarle una salvaje paliza, y a pesar de que era un hombre corpulento, aquel preso se vio tan sorprendido por los golpes que fue incapaz de reaccionar, cosa que su agresor aprovechó para seguir atizándole mamporros hasta que estuvo tendido en el suelo con la cara llena de sangre, ante la atónita mirada del viejo desdentado. Los guardas irrumpieron al escuchar el alboroto, entrando en la celda para separarlos y llevarse al recién llegado.

Rössman no se resistió, pero aun así uno de los guardias le golpeó con el mango de la espada en la cabeza, haciéndole una brecha. Lo llevaron a rastras por las escaleras hasta el barracón de los oficiales, en el primer piso del cuartel, y allí lo dejaron encadenado con grilletes a una cama cerca de la ventana. Un par de hombres se quedaron encargados de vigilarlo, montando guardia junto a la puerta por si volvía a montar otro numerito.

–Dioses, realmente estás tan loco como decía el alguacil. Ojalá te dé otra vez por intentar darle una paliza a alguien; así ibas a poder probar lo que les pasa a los que la lían en esta ciudad…

–¡Ey! Déjalo. Ese tío no es idiota, está provocándonos para ver si bajamos la guardia y se las arregla para escapar. El alguacil ya nos lo advirtió.

El preso, con la frente llena de sangre, les dedicó una sonrisa y una mirada maliciosa por debajo de las cejas.

–Vaya, chicos, creo que me sobreestimáis. Me temo que los rumores sobre mi ingenio están terriblemente exagerados. Pero mira, me alaga saber que la gente habla de mí por ahí. Ya puedo imaginarme hasta una obra de teatro. ¡El gran Rössman Konig: el experto tirador de ballesta!

–¿De qué hablas, imbécil? ¿Quién ha dicho nada de una ballesta…?

En ese preciso momento, y contra todo pronóstico, una entró volando en la habitación a través de la ventana, yendo a caer en la cama al lado de donde estaba Rössman. Los guardias se quedaron atónitos y tardaron un instante en reaccionar, que el detenido aprovechó para intentar alcanzarla, pero como tenía las dos manos esposadas le resultó imposible. Los guardias entonces se echaron sobre él para evitar que lo intentara, dejándole muy poco tiempo para reaccionar. Sin pensarlo siquiera, sacudió una patada a la cama de al lado para lograr que el arma se acercara un poco más a él, y deslizándose en el suelo con envidiable agilidad, estiró y subió las piernas hasta el colchón para pasar uno de los pies por debajo y lanzársela a sí mismo con otra patada más. La ballesta cayó en sus manos en el mismo momento que uno de los guardias lo agarraba por el jubón, así que descargó el virote en su estómago. El pobre hombre se desplomó de bruces en el suelo, con las manos tratando de contener la sangre. Enseguida su compañero lo reemplazó, listo para vengarlo, sin darse cuenta de que en el mango del arma se escondía una pequeña funda con un cuchillo, que Konig extrajo rápidamente, e igual de rápido arrojó, acertándole en el cuello. Con las piernas atrajo el cadáver del último hombre hacia sí y extrajo de él la pequeña hoja.

–¡¡¡Ya!!! –gritó, y desde la calle se escuchó una respuesta y un azote. De pronto, el cuarto comenzó a vibrar, y él se apresuró a separar con el cuchillo la pata de la cama a la que estaba encadenado, a sabiendas de lo que iba a pasar.

La habitación comenzó a inclinarse, y el suelo y la pared de la ventana se desmoronaron, cayendo sobre el soportal que había debajo, en la calle. Rössman consiguió separarse de la cama apenas un instante antes de que el edificio colapsara, y abrazando su ballesta, saltó por el enorme agujero de la pared hacia la calle, rodando al aterrizar sobre el pavimento. Detrás de él, el barracón de oficiales se desprendía del cuartel hasta quedar convertido en una montaña de escombros. Un guardia un tanto orondo se le acercó corriendo sujetando las bridas de una mula y de Sandokan, su caballo, ambos atados a un madero que llevaban arrastrando, y que antes había cumplido la vital función de levantar el primer piso del cuartel de la guardia.

–¿Y tú tirabas cuchillos en el circo? ¡Me has dejado la ballesta tan lejos que casi me la quitan!

–¡Rápido Röss, sube al caballo! ¡Como nos atrapen acabaremos en la horca!

Aún con las dos manos esposadas a la pata de madera de la cama, Konig volvió a sacar el cuchillo oculto en su ballesta y cortó las cuerdas que amarraban a su caballo al pilar de madera. Después se subió encima, y ayudó con dificultad a su amigo para que también lo hiciera.

–Siento cargarte con tanto peso, Sandokan, pero no te quejes tanto; eres un animal fuerte y puedes perfectamente con dos personas. ¡Ahora, sácanos de aquí!

El caballo relinchó, y después de que su jinete lo espoleara, salió trotando trabajosamente por entre las callejuelas de la ciudad. Del cuartel comenzaron a salir guardias a medio vestir con la intención de perseguir al responsable de aquello, pero demasiado confusos para saber por dónde empezar.

–Pues eso, que la ballesta cayó en la cama de al lado y esos tipos por poco me la quitan. ¡Todo el plan se habría ido al garete!

–¡Este plan era una locura, Röss! ¡Desde encima del caballo no podía saber bien dónde te la tenía que tirar! ¡Y toda la gente sospechaba de mí! ¡Este uniforme me queda muy apretado!

–Honsi, en el circo lo hacías con los ojos vendados, ¡y he gritado bien fuerte la palabra clave para que supieras dónde estaba!

–¡No eran cuchillos, eran hachas! ¡Y no es lo mismo que tirar una ballesta! El plan era un despropósito, si salimos con vida será un milagro. ¡Cualquier cosa podría haber salido mal! ¿Sabes lo que me ha costado hacerme con la mula, para que tengamos que haberla abandonado ahí? ¡He tenido que cambiarla por las habichuelas!

De pronto, el rostro de Rössman perdió su color, y dejó de concentrarse en dirigir al caballo para girarse hacia su amigo con el rostro desencajado.

–¿Has… cambiado las habichuelas?

–¡No me ha quedado más remedio! ¿Tú sabes lo que vale un bicho de esos?

–¡Por los misericordiosos dioses, Honsi! ¡Todo el plan era para hacerme con ellas!

–¡Röss, si no las hubiera cambiado, aún seguirías en el calabozo! ¡Pero sé a quién se las cambié, podemos recuperarlas!

–¿A quién? –contestó Konig, con un deje de terror en la voz.

–A un muchacho con cara de idiota, uno de esos chicos de las granjas, que parecía desesperado por vender el animal y pude convencerle de que las habichuelas valían su mula y más.

–¡Honsi! ¡Por supuesto que esas habichuelas valían más que una mula de carga! Dioses, dioses… ¡de todas las personas del mundo ha tenido que ser a él!

–¿A él? ¿Conoces al chico?

–¡No! Sí… es una larga historia. Lo importante es que no podemos dejar que se las lleve. Hay que encontrarlo, y rapidito.

–¡Pero nos persigue toda la guardia de la ciudad!

–¡Da igual! Escucha, llévame a tu tienda, me abres los grilletes, te quitas ese ridículo uniforme y salimos para buscarlo. Y reza para que hoy no acabemos ninguno de los dos en la horca.

El cuartel era un hervidero de actividad, entre los guardias que malamente se organizaban para dar caza al fugitivo como los obreros que se afanaban por retirar los escombros de la calle.

–¿Cómo hemos podido dejar que pase todo esto…? –se lamentaba el capitán de la guardia con su segundo al mando, mientras contemplaban con los brazos en jarras el desastre.

En ese mismo momento, un hombre ataviado con capa y sombrero de ala ancha, con el rostro curtido y el ceño fruncido, bien afeitado y con perpetua expresión de hartazgo, hizo acto de presencia en la escena.

–¿Qué se supone que ha pasado con su cuartel, capitán?

El oficial se giró bruscamente al escuchar la grave voz a sus espaldas, un tono entre sarcástico y amenazador que bastaba para helarle a uno la sangre en la venas sin necesidad de alzarla o apresurarse en las palabras lo más mínimo.

–¡Señor alguacil! Siento muchísimo lo que ha ocurrido, yo… yo mismo me hago responsable de este fracaso.

–Capitán, que un hombre se escape demoliendo parte del cuartel donde está encerrado no es lo que yo calificaría de “fracaso”. Le advertí sobre el sospechoso –dijo mientras se quitaba con parsimonia su sombrero y se pasaba la mano por el cabello para alisarlo–, y por los resultados se ve que no me hicieron caso. Debería encerrarlo a usted y a toda su pandilla de inútiles en lugar de a Konig, y dejar que la ciudad lo sufra como castigo a su incompetencia, pero como cada minuto que pierdo hablando con usted me hace en parte responsable, prefiero que me cuente cómo diablos se ha escapado esta vez y hacia dónde ha ido.

El segundo oficial no se atrevió a abrir la boca por miedo a ganarse alguno de los proverbiales halagos del alguacil, así que fue el capitán quien tuvo que volver a dar la cara.

–Rössman Konig fue detenido por desvalijar la casa del alquimista del Marqués. Varios testigos lo vieron saliendo del lugar esta noche porque la casa estaba muy bien vigilada, y logramos capturarlo cerca de la tienda de un conocido cambista local. Lo cazamos con varios artefactos mágicos que había intentado venderle sin éxito y lo encerramos en el calabozo, pero se enzarzó en una pelea con un maleante de poca monta que también teníamos dentro, así que tuvimos que llevarlo a una habitación segura mientras le preparábamos otro lugar de detención más apropiado. Entonces, alguien retiró uno de los pilares que levantaban el cuarto en el que estaba, y él aprovechó para escapar a caballo con un cómplice, dejando esta mula detrás.

–¿Un caballo marrón oscuro?

–Sí señor.

–Es un poco raro –dijo el alguacil frotándose la barbilla y arrastrando las palabras–. A Rössman se le persigue por trabajar como matarife, no por ladrón, y no es muy aficionado a la magia. No logro entender qué interés podía tener en la casa de un alquimista. Pero es una persona errática, puede habérsele ido aún más la cabeza. Ha hablado de un cambista, ¿cómo se llama?

–No lo sé, señor.

–Se llama Honsi Burbereq, señor –dijo el segundo oficial.

–Vaya, así que tienes lengua. Bien, pues os alegrará saber que esos dos son viejos amigos, así que lo más probable es que el cómplice sea él. Os mandaría a registrar su casa, pero como es el mejor lugar para empezar a investigar y no quiero que lo estropeéis, creo que seré yo el que se encargue. Vosotros aseguraos de que no salga de la ciudad y de que el cuartel no se termine de caer.

Y dicho eso, se subió de un salto a su caballo y se marchó por la misma calle por la que apenas una hora antes había huido el fugitivo.

La reputación lo es todo

Las Aventuras de Rössman Konig I

Asombrado, cruzó el umbral de la fortaleza, pasando entre los cuerpos de los antiguos habitantes del castillo, que le parecieron estar sorprendentemente bien conservados para llevar muertos lo que sus ropajes de otra época parecían sugerir. Deambuló por el patio de armas hasta que por fin logró encontrar la entrada a la torre del homenaje, subió las sinuosas escaleras, teniendo que abrirse camino también en un par de ocasiones entre los cuerpos llenos de telarañas de la servidumbre, hasta que finalmente alcanzó la puerta que aquellos posaderos le habían descrito en su relato. Con mucha reverencia la empujó, y se dejó arrastrar maravillado al interior. La luz del atardecer entraba por la ventana desde el lado opuesto de la habitación, iluminando suavemente el dosel de la cama y bañando a quien dormía en ella en un aura sagrada, como si en lugar de un dormitorio se hubiera adentrado en el templo de una olvidada y antigua divinidad. Con la parsimonia que la situación exigía, el Príncipe se aproximó al lecho y quedó fascinado por el rostro que allí se encontró. No era tan hermosa como había llegado a imaginarse cuando le contaron su historia, pero tenía en la cara un gesto de paz tan sobrenatural que su corazón intrépido quedó al instante domado. Sin poder contenerse por más tiempo, inclinó el rostro sobre la dama y suavemente depositó un beso en sus labios.

No hubo ningún movimiento ni la escena varió lo más mínimo, por lo que el Príncipe decidió besarla una segunda y una tercera vez. “Vaya, he debido hacerlo con mucha fuerza, porque hasta me escuecen los labios…” pensó. Sin saber muy bien qué era lo que no funcionaba, se incorporó y reflexionó con la mirada perdida en el paisaje crepuscular del ventanal mientras se frotaba la boca. “Me niego a pensar que realmente no soy su amor verdadero. Por mucho que no sea ni tan guapa ni huela tan bien. Supongo que si yo llevase dormido cien años también estaría así”, se dijo en voz alta. Pero entonces, su vista fue a parar casualmente a las faldas de la cama, donde una insignificante doblez arruinaba la perfección de la estampa. Se inclinó para alisarla e impedir que siguiera perturbando su paz mental mientras pensaba en qué hacer a continuación, pero al agacharse le pareció que había algo escondido allí debajo. Comenzó a palpar, y de la intriga se encontró con que hasta le había entrado tos. Averiguó qué era lo que estaba oculto bajo la cama. Era una mujer inconsciente, totalmente desnuda. Se habría tumbado para sacarla de ahí, pero la tos que le atenazaba el pecho se había vuelto más fuerte y necesitó sentarse en la cama para poderse recuperar. Al hacerlo, la otra mujer que estaba tumbada en ella rodó hasta él. Entre toses el joven trató de colocarla como estaba, pero al aproximar la mano a su cuerpo cayó en la cuenta de que estaba sorprendentemente fría y que ni siquiera respiraba. Alarmado, se levantó de un brinco, pero las fuerzas le fallaron y se fue al suelo, donde siguió luchando por respirar entre tosido y tosido. Descubrió con alarma que la mano con que se cubría la boca estaba manchada de sangre, y entonces comprendió que lo habían envenenado. Eso es más o menos lo que debió pasar, porque yo solo entré cuando me imaginé que ya habría muerto.

–¿Y lo estaba? –preguntó el hada.

–Oh, sí, desde luego que lo estaba. Casi más frío que la furcia que dejé en lugar de la Princesa.

–Por favor, ahórrese ese tipo de detalles, Maese Konig. Me hacen sentir mal por todo lo que le he obligado a pasar. Ojalá yo misma hubiera podido encargarme de éste desagradable asunto, pero me temo que el hechizo de sueño que lanzaron esas tontas sobre la detestable niña impide que pueda interferir con mi magia de ninguna forma.

–Querida, no es necesario que te disculpes. Estoy más que contento por los términos de nuestro contrato– dijo aquel tipo con una sonrisa de suficiencia, mientras se levantaba del cómodo sillón orejero en el que hasta entonces había estado sentado–. Ningún Príncipe Encantador pasará por allí en mucho tiempo. Y ahora, si ha quedado todo claro y estás satisfecha con el trabajo, me marcho. Si me haces el favor de pagar lo que falta…

–¿Se marcha ahora? ¡Está a punto de anochecer! Y estos bosques son tan peligrosos…

–Lo sé, mi señora. Pero me temo que tengo otro trabajo a unas leguas de aquí, y uno tiene que ganarse el pan.

–¡Oh, por favor! Si ese es el problema, me ofrezco a darle alojamiento e incluir en sus honorarios lo que pierda por ese trabajo. ¿Qué me dice?

Konig se quedó callado un momento, como sopesando, pero enseguida contestó:

–Que es una oferta muy tentadora y a punto has estado de convencerme, mi señora, pero si faltase a un compromiso, mi reputación se resentiría. Y comprenderás que en mi oficio resulta bastante importante.

El hada se reacomodó en su propio sillón, probablemente poco ajena a que al hacerlo la vaporosa falda dejaba una menor porción de sus piernas a la imaginación.

–¿Entonces no hay nada que yo pueda hacer para retenerlo? ¡Me preocupa que algo pueda sucederle al caer la noche!

–Estoy seguro de lo conveniente que sería para mi hacer noche en tu castillo, pero el deber me llama. Sin embargo, también lo estoy de que nos volveremos a ver –contestó con la sonrisa más seductora de su inventario.

–Yo también lo espero, Maese Konig. Yo también.

La mujer lo acompañó hasta el tenebroso vestíbulo de la fortaleza y le dio una bolsa de cuero negro con el dinero dentro, para después despedirse de él dejando que le besara la mano, beso que duró ligeramente más de lo que dicta la cortesía. Él se dio la vuelta, y cubriéndose con su abrigo de piel, salió por las enormes puertas hasta donde se encontraba atado su caballo. Mientras montaba de un salto, miró una última vez a la entrada y se despidió de nuevo levantando la mano. Finalmente se quedó a solas con el corcel delante del puente que unía el peñón sobre el que se alzaba el castillo de aquella hechicera con el continente.

–¡Uff! Vayámonos lo antes posible de aquí, Sandokan –dijo con cierto disimulo al caballo, como si oídos indiscretos pudieran escuchar desde las almenas su comentario–, antes de que esa bruja cambie de idea y decida que no nos deja marchar. Huelo la magia negra a kilómetros de distancia  y no pienso dejar que la usen otra vez contra mí. ¡Dioses, cómo la odio!

El caballo sacudió un poco la cabeza, agitando sus largas crines, antes de ponerse al paso y comenzar a andar.

–No creas que no se me ha ocurrido. Lo cierto es que aquí donde me ves, nunca he pasado la noche con un hada, y a ésta atractivos (¡o ganas!) no le faltan. Pero créeme si te digo que estamos mejor así.

El caballo se balanceaba al tiempo que sus cascos repiqueteaban sobre el puente de piedra conforme se alejaban del siniestro castillo. El jinete contestó:

–Pues sinceramente, porque no creo que sea prudente tener una relación más larga de lo estrictamente necesario con una hechicera capaz de maldecir a una recién nacida sólo porque no la invitaron a su cumpleaños. Que una perturbada así necesite los servicios de un tipo como yo… en fin, ¡qué tiempos nos han tocado vivir! –y dicho esto, sacó de su zurrón un trozo de papel mal doblado, echándole una ojeada mientras se acariciaba la perilla–. De momento de lo que deberíamos preocuparnos es por encontrar el pueblo más cercano antes de que anochezca. Y si de paso podemos gastarnos algún dinero, mejor que mejor.

Azuzó entonces al animal para internarse al galope en el bosque que se extendía frente a ellos. Para cuando cayó la noche, en la tasca del pueblo más cercano, Konig bebía alegremente en compañía de un par de simpáticas jóvenes al tiempo que les relataba a viva voz sus inverosímiles aventuras. Mientras lo hacía, un chico al que apenas había empezado a salirle acné se acercó tímidamente, y después de estar unos minutos en silencio plantado a su vera como un árbol, éste acabó por molestarse de su inoportuna presencia:

–Chico, solo porque eres demasiado joven para entender lo mucho que molestas, voy a dejar que ahueques el ala. Pero si doy otro trago y aún no has desaparecido, me voy a tener que enfadar de verdad.

–Perdone, señor, pero no será usted el famoso Rössman Konig, ¿verdad?

–Tal vez lo sea –dijo después de llevarse la jarra a los labios y echarle una sonrisa burlona a la chica que tenía a cada lado. La intervención del chico le había dado un oportuno extra de credibilidad a sus desvaríos–. ¿Quién lo pregunta?

Reparó en que el chico tenía la tez muy morena y que hablaba con un exótico acento extranjero.

–Mi nombre es Sassim, señor. Mi amo me pidió que lo buscara para que nos ayudara a encontrar a un ladrón. Su nombre es Alí Babá, y nos ha robado una gran fortuna.

–¿Acaso te ha dicho tu amo que soy un agente del orden, muchacho? Ese tipo de trabajos no son gratuitos; y además, ¿no ves que ahora estoy un poco ocupado?

–Mi amo me dijo que si usted reaccionaba así, le enseñara esta carta –dijo, tras lo cual le tendió un sobre.

Rössman Konig comenzó a leerla, y antes de llegar al último cero, ya se estaba levantando del sitio y dejando un par de monedas a las muchachas, que gimieron de disgusto al verle hacerlo.

–Mil perdones, princesas, pero como ya os he dicho, en mi trabajo la reputación es lo más importante. No os entristezcáis, que me encargaré de que volvamos a vernos. Un par de veces cada una si es necesario. Y tú, chico –dijo volviéndose hacia su nuevo amigo–, espero que en ese precio se incluyan los gastos del viaje. Por tu aspecto deduzco que será uno largo.

Dicho esto, salió de la taberna, se cubrió la cabeza con la capucha de su abrigo de cuero, y se dirigió a los establos, para partir minutos después acompañado del joven Sassim hacia la oscuridad de la noche.