La reputación lo es todo

Las Aventuras de Rössman Konig I

Asombrado, cruzó el umbral de la fortaleza, pasando entre los cuerpos de los antiguos habitantes del castillo, que le parecieron estar sorprendentemente bien conservados para llevar muertos lo que sus ropajes de otra época parecían sugerir. Deambuló por el patio de armas hasta que por fin logró encontrar la entrada a la torre del homenaje, subió las sinuosas escaleras, teniendo que abrirse camino también en un par de ocasiones entre los cuerpos llenos de telarañas de la servidumbre, hasta que finalmente alcanzó la puerta que aquellos posaderos le habían descrito en su relato. Con mucha reverencia la empujó, y se dejó arrastrar maravillado al interior. La luz del atardecer entraba por la ventana desde el lado opuesto de la habitación, iluminando suavemente el dosel de la cama y bañando a quien dormía en ella en un aura sagrada, como si en lugar de un dormitorio se hubiera adentrado en el templo de una olvidada y antigua divinidad. Con la parsimonia que la situación exigía, el Príncipe se aproximó al lecho y quedó fascinado por el rostro que allí se encontró. No era tan hermosa como había llegado a imaginarse cuando le contaron su historia, pero tenía en la cara un gesto de paz tan sobrenatural que su corazón intrépido quedó al instante domado. Sin poder contenerse por más tiempo, inclinó el rostro sobre la dama y suavemente depositó un beso en sus labios.

No hubo ningún movimiento ni la escena varió lo más mínimo, por lo que el Príncipe decidió besarla una segunda y una tercera vez. “Vaya, he debido hacerlo con mucha fuerza, porque hasta me escuecen los labios…” pensó. Sin saber muy bien qué era lo que no funcionaba, se incorporó y reflexionó con la mirada perdida en el paisaje crepuscular del ventanal mientras se frotaba la boca. “Me niego a pensar que realmente no soy su amor verdadero. Por mucho que no sea ni tan guapa ni huela tan bien. Supongo que si yo llevase dormido cien años también estaría así”, se dijo en voz alta. Pero entonces, su vista fue a parar casualmente a las faldas de la cama, donde una insignificante doblez arruinaba la perfección de la estampa. Se inclinó para alisarla e impedir que siguiera perturbando su paz mental mientras pensaba en qué hacer a continuación, pero al agacharse le pareció que había algo escondido allí debajo. Comenzó a palpar, y de la intriga se encontró con que hasta le había entrado tos. Averiguó qué era lo que estaba oculto bajo la cama. Era una mujer inconsciente, totalmente desnuda. Se habría tumbado para sacarla de ahí, pero la tos que le atenazaba el pecho se había vuelto más fuerte y necesitó sentarse en la cama para poderse recuperar. Al hacerlo, la otra mujer que estaba tumbada en ella rodó hasta él. Entre toses el joven trató de colocarla como estaba, pero al aproximar la mano a su cuerpo cayó en la cuenta de que estaba sorprendentemente fría y que ni siquiera respiraba. Alarmado, se levantó de un brinco, pero las fuerzas le fallaron y se fue al suelo, donde siguió luchando por respirar entre tosido y tosido. Descubrió con alarma que la mano con que se cubría la boca estaba manchada de sangre, y entonces comprendió que lo habían envenenado. Eso es más o menos lo que debió pasar, porque yo solo entré cuando me imaginé que ya habría muerto.

–¿Y lo estaba? –preguntó el hada.

–Oh, sí, desde luego que lo estaba. Casi más frío que la furcia que dejé en lugar de la Princesa.

–Por favor, ahórrese ese tipo de detalles, Maese Konig. Me hacen sentir mal por todo lo que le he obligado a pasar. Ojalá yo misma hubiera podido encargarme de éste desagradable asunto, pero me temo que el hechizo de sueño que lanzaron esas tontas sobre la detestable niña impide que pueda interferir con mi magia de ninguna forma.

–Querida, no es necesario que te disculpes. Estoy más que contento por los términos de nuestro contrato– dijo aquel tipo con una sonrisa de suficiencia, mientras se levantaba del cómodo sillón orejero en el que hasta entonces había estado sentado–. Ningún Príncipe Encantador pasará por allí en mucho tiempo. Y ahora, si ha quedado todo claro y estás satisfecha con el trabajo, me marcho. Si me haces el favor de pagar lo que falta…

–¿Se marcha ahora? ¡Está a punto de anochecer! Y estos bosques son tan peligrosos…

–Lo sé, mi señora. Pero me temo que tengo otro trabajo a unas leguas de aquí, y uno tiene que ganarse el pan.

–¡Oh, por favor! Si ese es el problema, me ofrezco a darle alojamiento e incluir en sus honorarios lo que pierda por ese trabajo. ¿Qué me dice?

Konig se quedó callado un momento, como sopesando, pero enseguida contestó:

–Que es una oferta muy tentadora y a punto has estado de convencerme, mi señora, pero si faltase a un compromiso, mi reputación se resentiría. Y comprenderás que en mi oficio resulta bastante importante.

El hada se reacomodó en su propio sillón, probablemente poco ajena a que al hacerlo la vaporosa falda dejaba una menor porción de sus piernas a la imaginación.

–¿Entonces no hay nada que yo pueda hacer para retenerlo? ¡Me preocupa que algo pueda sucederle al caer la noche!

–Estoy seguro de lo conveniente que sería para mi hacer noche en tu castillo, pero el deber me llama. Sin embargo, también lo estoy de que nos volveremos a ver –contestó con la sonrisa más seductora de su inventario.

–Yo también lo espero, Maese Konig. Yo también.

La mujer lo acompañó hasta el tenebroso vestíbulo de la fortaleza y le dio una bolsa de cuero negro con el dinero dentro, para después despedirse de él dejando que le besara la mano, beso que duró ligeramente más de lo que dicta la cortesía. Él se dio la vuelta, y cubriéndose con su abrigo de piel, salió por las enormes puertas hasta donde se encontraba atado su caballo. Mientras montaba de un salto, miró una última vez a la entrada y se despidió de nuevo levantando la mano. Finalmente se quedó a solas con el corcel delante del puente que unía el peñón sobre el que se alzaba el castillo de aquella hechicera con el continente.

–¡Uff! Vayámonos lo antes posible de aquí, Sandokan –dijo con cierto disimulo al caballo, como si oídos indiscretos pudieran escuchar desde las almenas su comentario–, antes de que esa bruja cambie de idea y decida que no nos deja marchar. Huelo la magia negra a kilómetros de distancia  y no pienso dejar que la usen otra vez contra mí. ¡Dioses, cómo la odio!

El caballo sacudió un poco la cabeza, agitando sus largas crines, antes de ponerse al paso y comenzar a andar.

–No creas que no se me ha ocurrido. Lo cierto es que aquí donde me ves, nunca he pasado la noche con un hada, y a ésta atractivos (¡o ganas!) no le faltan. Pero créeme si te digo que estamos mejor así.

El caballo se balanceaba al tiempo que sus cascos repiqueteaban sobre el puente de piedra conforme se alejaban del siniestro castillo. El jinete contestó:

–Pues sinceramente, porque no creo que sea prudente tener una relación más larga de lo estrictamente necesario con una hechicera capaz de maldecir a una recién nacida sólo porque no la invitaron a su cumpleaños. Que una perturbada así necesite los servicios de un tipo como yo… en fin, ¡qué tiempos nos han tocado vivir! –y dicho esto, sacó de su zurrón un trozo de papel mal doblado, echándole una ojeada mientras se acariciaba la perilla–. De momento de lo que deberíamos preocuparnos es por encontrar el pueblo más cercano antes de que anochezca. Y si de paso podemos gastarnos algún dinero, mejor que mejor.

Azuzó entonces al animal para internarse al galope en el bosque que se extendía frente a ellos. Para cuando cayó la noche, en la tasca del pueblo más cercano, Konig bebía alegremente en compañía de un par de simpáticas jóvenes al tiempo que les relataba a viva voz sus inverosímiles aventuras. Mientras lo hacía, un chico al que apenas había empezado a salirle acné se acercó tímidamente, y después de estar unos minutos en silencio plantado a su vera como un árbol, éste acabó por molestarse de su inoportuna presencia:

–Chico, solo porque eres demasiado joven para entender lo mucho que molestas, voy a dejar que ahueques el ala. Pero si doy otro trago y aún no has desaparecido, me voy a tener que enfadar de verdad.

–Perdone, señor, pero no será usted el famoso Rössman Konig, ¿verdad?

–Tal vez lo sea –dijo después de llevarse la jarra a los labios y echarle una sonrisa burlona a la chica que tenía a cada lado. La intervención del chico le había dado un oportuno extra de credibilidad a sus desvaríos–. ¿Quién lo pregunta?

Reparó en que el chico tenía la tez muy morena y que hablaba con un exótico acento extranjero.

–Mi nombre es Sassim, señor. Mi amo me pidió que lo buscara para que nos ayudara a encontrar a un ladrón. Su nombre es Alí Babá, y nos ha robado una gran fortuna.

–¿Acaso te ha dicho tu amo que soy un agente del orden, muchacho? Ese tipo de trabajos no son gratuitos; y además, ¿no ves que ahora estoy un poco ocupado?

–Mi amo me dijo que si usted reaccionaba así, le enseñara esta carta –dijo, tras lo cual le tendió un sobre.

Rössman Konig comenzó a leerla, y antes de llegar al último cero, ya se estaba levantando del sitio y dejando un par de monedas a las muchachas, que gimieron de disgusto al verle hacerlo.

–Mil perdones, princesas, pero como ya os he dicho, en mi trabajo la reputación es lo más importante. No os entristezcáis, que me encargaré de que volvamos a vernos. Un par de veces cada una si es necesario. Y tú, chico –dijo volviéndose hacia su nuevo amigo–, espero que en ese precio se incluyan los gastos del viaje. Por tu aspecto deduzco que será uno largo.

Dicho esto, salió de la taberna, se cubrió la cabeza con la capucha de su abrigo de cuero, y se dirigió a los establos, para partir minutos después acompañado del joven Sassim hacia la oscuridad de la noche.

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