Vida moderna

Antología del Orbe

Tres cuartos de hora esperando para al final descubrir que te han perdido la maleta. Como si el cansancio de un viaje de siete horas no fuera suficiente para aguarle a una el ánimo, ahora tengo que chuparme al menos una más discutiendo con la policía aeroportuaria y rellenando formularios de reclamaciones. ¿Y qué domicilio pongo? Llevo viviendo tres años fuera, en una misión perdida en el desierto más miserable del mundo. Supongo que no tengo más remedio que poner la dirección de mi amiga Clara, pero me da reparo. Pensaba quedarme a dormir en su casa solo un par de noches, hasta que pueda firmar los papeles del piso al que he echado el ojo, y no me gustaría molestarla más de lo necesario. Todo dependerá de a qué velocidad consiga trabajo. ¡Qué nervios! Mañana tengo la entrevista. Es la primera vez que voy a una.

Salgo de las oficinas más ligera que una pluma, tan solo con la mochila de equipaje de mano al hombro, y comienzo a caminar por una larga galería hacia las puertas de salida. Los grandes ventanales me dejan ver cómo en el exterior está empezando a llover. Tres años sin apenas ver la lluvia. Casi había olvidado cómo era. Voy subida a una plataforma mecánica, pero me tengo que bajar en el segundo tramo, que está siendo reparado por tres operarios. Uno de ellos, un enano, grita improperios a sus compañeros, que parecen superados por la complejidad del sistema. Mientras los miro discutir descubro detrás una tienda duty-free, en la que me meto a comprar un cartón de tabaco. Estando sin trabajo, mejor prevenir que curar.

Clara me está esperando al salir por la puerta. Nada más verme grita como una histérica, llamando mucho la atención de todos los que están ahí para recibir a sus seres queridos. Hace menos de un año que no nos vemos, desde la última vez que estuve de visita, pero reacciona como si hubiera pasado una eternidad. La verdad es que me hace tanta ilusión estar por fin aquí que también me echo a gritar. Nos abrazamos y damos saltos. Estamos haciendo un poco el ridículo, pero me da absolutamente igual. Estoy de vuelta. Las dos nos ponemos en marcha hacia la salida del aeropuerto mientras me habla a toda velocidad acerca de un chico con el que empezó a salir pero que luego resultó ser un imbécil, aunque no llego a escuchar el porqué. Yo le cuento lo de las maletas y le pido perdón por poner su dirección. Por supuesto lo entiende y mientras nos cubrimos con su paraguas despotricamos de la gestión de los equipajes. “Aeropuerto Internacional de Daliron”, reza el enorme letrero sobre nuestras cabezas. Clara me ofrece quedarme con ella todo el tiempo que haga falta, pero entre que me he acostumbrado a la soledad y que sé de buena tienta que si me quedo más tiempo del necesario acabaré por no ponerme nunca en marcha por mí misma, prefiero rechazar su oferta. Una vez más, me entiende.

Justo delante de la puerta está la parada de taxis. Clara no conduce, así que no tenemos más remedio que coger uno; los accesos en transporte público al aeropuerto, al parecer, siguen siendo desastrosos. Hacemos señales a uno que justo pasa frente a nosotras. El conductor frena en seco nada más vernos, salpicándonos con el agua de la lluvia. Es un joven mediano con cara de pillo, así que la cabina está adaptada para que llegue a los pedales y pueda ver por encima del salpicadero. Al darse cuenta de que no llevamos equipaje suspira aliviado, comentándonos que nunca está seguro de poder ayudar a los clientes a cargarlo hasta el maletero. Nos invita a que una de las dos pase delante, pero preferimos estar juntas detrás. En cuanto estamos acomodadas, pisa el acelerador con brusquedad y el taxi da un tirón hacia delante que me deja pegada al asiento. Conduce como un loco, pero aun así se gira para pedirnos perdón por ir lento. Según dice, hay que tener cuidado porque la tormenta cada vez es más intensa y la carretera hacia el centro de la ciudad es traicionera. Miro a Clara, asustada. Como nos da vergüenza hablar de nuestras cosas con el conductor delante, permanecemos calladas, pero él ya se encarga de amenizarnos el viaje, no vaya a ser que las curvas tomadas derrapando bajo la lluvia no sean suficiente emoción. Nos pregunta de dónde somos, y yo le contesto que soy de la ciudad, pero que llevo tres años fuera en una misión en Hersia. Me pregunta que qué tal están las cosas por ahí, que ha visto en la tele que ha habido líos. Yo le respondo que sí que hay líos, pero que yo estaba en una pequeña región aislada en el desierto y no me enteré de mucho. Comienza a darnos su opinión sobre el tema: que si los melianitas se portaron muy mal con los magos después de la guerra, que si nunca deberían haberse independizado de Embia, etcétera, etcétera. Dice que el tema no le interesa mucho porque, según él, “allí la gente es muy rara y no les gustan los medianos”, pero que como en las noticias no se oye nada más que catástrofes y cosas de esas, al final uno acaba sabiendo. No quiero discutir con él, así que me guardo mi opinión, pero no puedo evitar dejar escapar un bufido de desaprobación. Clara, que me conoce, me mira y se ríe.

Ya estamos en la ciudad. Hasta que queda oculto tras unos rascacielos, el castillo puede contemplarse en la lejanía, difuminado tras la cortina de lluvia. No hay una escena más típica de Daliron. Al verlo, el taxista comenta que vamos a tener que dar un rodeo para llegar a casa de mi amiga porque han cortado algunas calles para la presentación mañana del heredero. Los príncipes tuvieron este verano a su primer hijo, y como manda la tradición, lo presentarán en el Templo de Atlantos, que es el patrón de los reyes, así que hasta entonces las calles cercanas estarán cortadas para que puedan ponerse las gradas de los invitados y para que las televisiones coloquen sus unidades móviles. El mediano comenta que no le caen bien los príncipes, que prefiere al rey porque es “más serio que su hijo, que dicen que se le ve mucho de fiesta con famosos”. A mí lo cierto es que sí me cae bien, pero sobretodo porque es guapo. Llevo mucho fuera y la política nunca me interesó demasiado. Clara comenta que tiene una formación militar más sólida que su padre, que es para lo que está, y el taxista le contesta que teniendo ya un Primer Ministro, lo único que espera es que gaste lo menos posible de los impuestos que pagamos todos, que a él todo lo de que el destino de Ilian está unido al de su Corona le parece una pamplina, pero que si dicen que es lo que quieren los Dioses, pues no hay más que discutir. La lluvia empieza a remitir, y puedo contemplar con más detalle el paisaje urbano que me rodea. Hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo grandes que eran los rascacielos de esta ciudad y lo laberínticas que pueden llegar a ser sus calles. O tal vez sea solo la sensación que provocan en mí, que me he convertido en una extranjera. Me siento ridículamente pequeña en medio de tantos edificios, de tantos coches y de tanta gente. Todo es tan distinto a la misión… Pasamos de largo delante del que era nuestro instituto. El hermano pequeño de Clara aún va allí. Lo miro con nostalgia mientras pienso en todo el tiempo que ha pasado desde entonces. Ahora que estoy de vuelta, siento que hay bastantes personas a las que me gustaría volver a ver. Después de tanto tiempo es como si no conociera a nadie aquí y debería retomar los viejos contactos. Mi amiga va a tener también que presentarme a mucha gente. No sé por qué, pero ese pensamiento empieza a generarme cierta presión en el pecho. Noto que las manos me han empezado a sudar.

El coche para en un semáforo y un pequeño grupo de trasgos se acerca para pedir dinero. Son muy insistentes y el conductor acaba pitándoles con el claxon y gritándoles para que se vayan. Los duendes le hacen caso entre risas por ver enfadado al pequeño taxista, y cuando están suficientemente lejos y el semáforo vuelve a ponerse verde, nos insultan. Nuestro chófer nos pide perdón por la escenita. Dice que conoce a algunos trasgos personalmente y que le han reconocido que en ocasiones hacen eso no porque necesiten el dinero, sino solo para molestar a mendigos de verdad que sí lo necesitan. Sí, ya había oído esa historia antes.

Por fin llegamos a la calle de Clara. Me ha parecido que hemos recorrido medio mundo desde que nos montamos en el taxi. Después de una breve discusión, logro imponerme y pagar yo; es lo mínimo que puedo hacer para agradecerle que se esté haciendo cargo de mí y vaya a estar pendiente de mi equipaje. El mediano se despide de nosotras con una amplia sonrisa y gesto amable, y desaparece doblando la esquina a toda velocidad, volviendo a mojarme con el agua de un charco. Chasqueo la lengua de disgusto, pero la risa de mi amiga se me contagia y yo también empiezo a reír. Clara vive en un edificio antiguo de un barrio céntrico, de esos repletos de bares de copas, restaurantes y gente en la calle. La hay de todas las razas, y todos pasan a nuestro alrededor sin hacernos mucho caso. A veces tengo que contenerme para no saludar a los desconocidos que se cruzan con nosotras. En el pueblo en Hersia era lo normal y ahora otra cosa se me hace extraña, aunque claro, allí no te cruzabas con gente continuamente.

A falta de algo mejor que hacer, pasamos el resto del día en su casa tiradas en el sofá tomando café y poniéndonos al día de nuestras cosas. Le conté algunos pormenores de mi experiencia fuera y ella me contó sobre sus planes de futuro. Después de acabar la carrera el año pasado, había conseguido trabajo rápidamente en una empresa de ingeniería energética filial de I&M, y gracias a la ayuda de su padre pudo alquilar este piso e independizarse. Ahora trabaja mucho, pero espera ascender y dirigir sus propios proyectos en un par de años. Dice que después de las malas experiencias de las que me ha estado hablando, se está concentrando en su trabajo y que pasa de los hombres. Escucharla casi me ha hecho sentir agradecida de no haber ligado desde el instituto. Se ha apuntado a clases de baile, le ha dado por tejer, y está enganchada a un millón de series que está desando comentar. No para de hacer cosas. Cuando me ha tocado hablarle de mí y de qué pensaba hacer en el futuro, prácticamente no tenía nada que decir. Supongo que me he encontrado conmigo misma y ahora solo quiero tener una vida normal. Como la suya, o tal vez distinta; no lo sé. La muerte de mis padres me demostró que no estaba preparada para llevar una vida de adulta. Cuando empecé un año después la carrera, las responsabilidades comenzaron a angustiarme hasta el punto de que no me sentía con fuerzas para enfrentar el día a día. No me arrepiento del tiempo que he pasado ayudando a tanta gente que lo necesitaba más que yo, pero he llegado a la conclusión de que fui allí huyendo. Y ya era momento de que me enfrentase a la vida e hiciese algo con ella, lo que fuera. La conversación me ha hecho sentir agobiada, así que damos carpetazo por hoy y me retiro a su cuarto para prepararme la entrevista de mañana. Mientras lo hago, me doy cuenta de que estoy aterrada.

Por la noche pedimos unas pizzas y vemos una peli en la tele. Con el viaje y todo, estoy bastante cansada, así que me marcho antes de que se acabe, no vaya a ser que luego no pueda con mi alma. Me acuesto en una cama de invitados que Clara ha puesto expresamente para mí y trato de dormirme. El colchón es cómodo, más cómodo que cualquiera en el que me haya tumbado en los últimos tres años, y eso es un problema. Siento que me hundo cada vez que me empiezo a dormir y acabo dando mil vueltas. Además, los ruidos que entran por la ventana desde la calle hacen que no me pueda relajar. Lo mismo que las otras veces que he venido de visita. No entiendo cómo antes podía pegar ojo con tanto ruido. Me pongo música en los auriculares y poco a poco empiezo a quedarme dormida. Son las tres y media de la mañana.

¡¡¡Hiiiiiiiiiggghh!!!¡¡¡hiiigghh!!!

Un sonido extremadamente desagradable de rocas chirriando unas contra otras me despierta por la mañana. Trato de ignorarlo, pero soy incapaz. Me asomo a la ventana para ver que en la casa al otro lado de la calle están de obras. Un mago está haciendo que un par de gólems de piedra de tres metros de altura sujeten toda una pared de ladrillos subidos a unos andamios. Cada vez que se mueven hacen ese ruido tan desagradable y por su culpa no consigo volver a conciliar el sueño. Son solo las siete, ¿cómo se les ocurre ponerse a hacer eso a estas horas? ¡No solo soy yo, mucha gente está aún durmiendo! Al menos no han traído camiones o retroexcavadoras, que hacen aún más ruido. Al final acabo cogiendo un libro, y poniéndome a leer. Espero a oír que Clara se ha levantado para salir a darle los buenos días. Entre las dos hacemos el desayuno, que como con cara de muerto y el espíritu de un zombi. Me pregunta que qué me ha pasado y cuando se lo cuento nos empezamos a reír. Al menos soy de esas que no se levanta de mal humor. Ahora toca vestirse, pero sin el equipaje, mi amiga tiene que dejarme la ropa. Le pido prestadas una blusa y una falda suficientemente formales para la entrevista de trabajo, pero me deprimo al ver que aunque tenemos más o menos la misma talla, a mí me quedan como un trapo. Ella, sin embargo, me anima diciendo que estoy estupenda y que es a mí a quien le quedan mejor, que estoy más delgada. La verdad es que tanto tiempo sin parar me ha ayudado a adelgazar bastante, pero al ver mi reflejo no puedo evitar sentirme desgarbada. En cuanto a mi mala cara, las habilidades de Clara con el maquillaje salvan el día.

Me tiene que dejar también un bono de transporte público. De veras que odio tener que estar de prestado. Me despido de ella y le prometo que le llamaré en cuanto acabe. Voy paseando por las calles, bastante tranquila aprovechando que he salido con tiempo, y me fijo en cómo ha cambiado la ciudad en mi ausencia. Por ejemplo, hay una nueva boca de metro que me va a acortar el paseo. Las galerías subterráneas siguen tan sucias como siempre, llenas de papel de periódico, colillas y pintadas que claman que el P-12 controla al gobierno, pero el tren nos hace esperar menos de lo que recordaba. Me monto en el coche y detrás de mí se suben también dos orcos bastante grandes. No está muy lleno y la pareja empieza a hablar en su idioma y a reírse muy alto. De vez en cuando me lanzan miradas con sus ojos rojos que me hielan la sangre. Tengo que recordarme varias veces que mucho de lo que se dice de los orcos se debe a los prejuicios que la gente tiene de ellos. Hay una muchacha sentada aún más cerca de los dos; por mucho que intento pensar en positivo, cuando bajo del metro no puedo evitar preocuparme por ella. Sin quererlo, me viene a  la cabeza el dato de que los orcos a veces se comen la carne de quienes matan. Lo aparto de mi mente lo antes posible. No todos tienen que ser asesinos. Este tipo de pensamientos son los que hacen que el mundo vaya como va.

Llego a las oficinas de la ESDA, la ONG de protección del medio ambiente a la que voy a presentarme. He oído que necesitan humanos para que la representen en determinados círculos. Es un trabajo muy adecuado para mí, creo que estoy preparada para ello, así que me repito ese mismo mantra una y otra vez mientras entro en el alto edificio acristalado. Me acerco al mostrador de recepción. Atiende una elfa muy guapa, recta como un palo y con el pelo recogido en una larguísima coleta. No sonríe ni una sola vez, pero su tono a la hora de indicarme en qué planta tendrá lugar la entrevista es extremadamente amable. Voy al ascensor y me subo sola. El elevador se detiene en la tercera planta y por sus puertas entra un tritón muy bien vestido, que al verme enrolla su cola para no ocupar demasiado sitio. Nos saludamos con un cortés “buenos días”. Llevaba mucho tiempo sin ver uno de su especie y me doy cuenta de que no he apartado los ojos de él en un buen rato, prácticamente desde que ha entrado. Él parece darse cuenta, así que se vuelve y los dos establecemos contacto visual. No puedo evitar fijarme en sus dos grandes ojos negros, todo pupila, y solo después de un momento caigo en la cuenta de lo que estoy haciendo. Horror.

Ejem…

Carraspea, frunce su ceño sin cejas y desvía la mirada, avergonzado. No me atrevo a decir nada en voz alta, así que hago el resto del trayecto con la vista puesta en el suelo, abochornada. Llegamos a la undécima planta, mi destino y al parecer también el de mi acompañante. Casualmente vamos los dos hacia el mismo despacho. También es mala suerte. Me abre la puerta con caballerosidad y entra detrás de mí sin decir una palabra. Hay una mesa alargada con otras tres personas: una humana como yo y dos elfos. Y ahora también un tritón. Me dan los buenos días y me piden que tome asiento en una silla colocada delante de ellos. No me lo puedo creer, he mirado descaradamente a los ojos a un tritón nui que va a hacerme una entrevista de trabajo. Rezo internamente a los Dioses para que entienda milagrosamente que lo último que pretendía era ser maleducada.

Uno de los elfos es quien dirigirá la entrevista y me da algunas indicaciones acerca de la filosofía que rige a la organización, con las que yo ya estoy familiarizada. Después la humana me explica por qué buscan un perfil como el mío. Me pregunta si controlo el safí y el nevo. Le cuento que hablo fluidamente el nevo, que era lo que utilizaba casi todo el mundo en los pueblos de Hersia, pero que tengo un nivel medio en safí con certificado de idiomas. Me explican que necesitan humanos para representar a la ONG en los países del Este y quieren alguien con experiencia en organizaciones humanitarias. Miran mi currículum y me hacen algunas preguntas acerca de qué responsabilidad tenía en la que estaba. Les cuento que al principio hacía lo que se necesitara pero que después me encargaron gestionar los materiales que venían desde las oficinas centrales, aunque allí todo acababa siendo muy informal y tenía que ocuparme también de las pequeñas tareas cotidianas. Afirman y escriben cosas en sus papeles, sin dejar de mirarme. Me rio mucho, tal vez demasiado, tratando de comportarme y responder con naturalidad a sus preguntas, pero estoy muy nerviosa y no dejan de sudarme las manos. No me acuerdo de repetir el mantra de que estoy muy bien preparada para el puesto y siento que en el fondo los entrevistadores piensan que les estoy haciendo perder el tiempo. Conforme avanza el interrogatorio voy calmándome sin llegar a estar tranquila del todo, hasta que por fin, se acaba.

Los miembros de la mesa se levantan y me dan la mano. Enhorabuena. Dicen que tenían la decisión casi tomada y que solo querían conocerme en persona, y que puedo empezar a hacer cosas ya mismo. El tritón del ascensor se ofrece a enseñarme las oficinas, y tras agradecerles uno a uno a los demás por haberme escogido, salgo detrás de él. Me siento eufórica, como si flotara después del peso que me acabo de quitar de encima. Los viejos miedos e inseguridades que no dejaban de asaltarme desde que comencé a preparar mi regreso han pasado por primera vez a un segundo plano. Siento que acabo de tomar el buen camino para empezar a pensar en el futuro y volver a tener una vida normal, aunque sé que aún tengo mucho que recorrer. En cuanto el tritón y yo estamos más o menos solos, fruto de la euforia que me ha entrado, reúno el valor suficiente para disculparme por lo que pasó en el ascensor. Le explico que llevaba los últimos años sin ver apenas gente que no fueran humanos y que no recordé hasta que era demasiado tarde que para ellos era una falta de respeto lo que yo había hecho. Visiblemente incómodo con la conversación, me dice que no pasa nada. Me arrepiento un poco de haber sacado el tema, pero ya no puedo volverme a quedar callada, así que le hablo sobre mi contratación. Le agradezco de nuevo que hayan confiado en mí y le comento que no pensé que me fueran a dar una respuesta tan rápido. Él me mira y sonríe, y me dice que en el noventa por ciento de los casos ya tienen decidido de antes con quién contar, que solo le dicen aquello de “ya te llamaremos” a los que se quedan fuera. Me rio en voz alta mientras me enseña la que será mi mesa. Toca empezar a trabajar, pero primero tengo que darle la noticia a Clara.

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