Su única oportunidad

Antología del Orbe

Llevo dos horas en la comisaría y aún nada. Se supone que para hoy ya nos habríamos enterado de la localización del piso franco del sospechoso, pero Alduin y yo seguimos haciendo tiempo junto al teléfono. Tres meses de investigación que hoy deberían por fin dar sus frutos, otro chupasangres que se irá a pudrir entre rejas, probablemente junto a algún que otro infeliz suficientemente loco para haber recurrido a él. Pobres diablos. No me extraña que haya casos como éste; de hecho, me sorprende que no haya más. Entiendo que convertir a alguien en vampiro sea un delito, pero me parece muy hipócrita condenar que alguien quiera ser inmortal. ¡Por los Dioses, ¿es que no tenemos todos miedo a la muerte?! La mayor parte de las cosas que hacemos en la vida son pensando en la muerte. Vivir sin esa carga es como que te toque la lotería.

Mi bolsillo empieza a vibrar. Es el mediano. Parece que una clienta acaba de entrar.

— ¿Marcus?

—El informador. Calle Caballero del Fresno 12. Hay que salir ya, dice —comento mientras me pongo la chaqueta y me levanto del escritorio—, porque acaba de entrar una clienta.

—Joder, entonces a correr.

Los dos salimos a paso vivo hacia el parking. Él amaga, pero me impongo yo.

—Yo conduzco.

— ¿No sabes que la Tercera Edad es más propensa a los accidentes? —cede, con una sonrisa. Me molesta un poco su buen humor. Alduin es joven y siente verdadera pasión por su trabajo. Tal vez demasiada. Y mezcla sus ideales con su labor profesional. Cuando su hijo empiece a ir al instituto y su mujer deje de esperarle en casa con una sonrisa, agradecida de que hoy no le hayan pegado un tiro o lo hayan embrujado, tal vez deje de perseguir a los delincuentes como si jugase a orcos y caballeros.

—Cuando tengas la mitad de experiencia que yo al volante, hablamos. Ahora sube, no se vaya a liar.

Hago contacto y el coche comienza a andar. Mi compañero revisa que todo el equipo esté en orden mientras yo conduzco por la rampa que nos lleva fuera del parking, dejando la comisaria atrás.

—Avisa de que vamos para allá y que nos informen si hay cualquier movimiento en el piso, ¿de acuerdo?

—Okey.

Nos incorporamos a la autopista, prácticamente solos.

—Qué pocos coches hay ahora, ¿Eh, Marcus? En hora punta esta incorporación está imposible.

No entiendo cómo siempre tiene tantas ganas de hablar. Ni cómo a estas horas de la noche está tan animado. Supongo que él deja esperando en casa a una esposa joven y probablemente enamorada, incluso excitada por la idea de que su marido esté fuera jugándose el cuello por salvar el mundo, mientras que en la mía dos macarras se encargan de que mis hijas ni se enteren de que he salido; con su madre, a la que lo único que le preocupa de que salga a trabajar de noche es que es el trabajo de un novato, lo que significa que me han degradado y que se lo estoy ocultando. Joder, si soy el detective más condecorado del departamento.

Vale, puede que sea yo. Hace casi veinte años que no tengo que ir de madrugada a practicar una detención. Y sí, es un trabajo de novato. Alduin, ante mi falta de conversación, decide hablar por los dos.

—Supongo que ésta es la mejor hora para practicar una conversión ¿verdad? Así, si nos ve llegar aún tendría tiempo para escapar, y además no hay vecinos entrometidos que se pregunten por qué lo visita tanta gente. Gente… o gentuza —dice con profundo desprecio.

—Chico, esas personas están desesperadas —digo, sintiéndome en la obligación de corregirle—. Si a ti te ponen la inmortalidad al alcance de la mano, y yo qué sé, estás enfermo terminal, ¿no lo harías?

Él me mira, sorprendido por mi pregunta.

—Claro que no, Dalaran. ¿Por qué demonios te crees que practicar conversiones es un delito? El mundo sería un infierno si todos viviéramos así. Además, todo el mundo sabe que la vida de los vampiros está vacía. No se me ocurre por qué alguien desearía vivir como ellos.

— ¿Y qué sabes tú de cómo es la vida de los vampiros, chaval? ¿Acaso conoces alguno?

El chico pone cara de póker. Ya es hora de que alguien le abra los ojos a lo que es la vida. Vaya, siento tener que ser yo.

—Puede ser mi opinión, pero creo que una vida que no acaba deja de tener sentido. Si montan las fiestas esas que se dice que montan, seguro que no es por lo felices que son.

—Si montan esas fiestas es porque todos están forrados y pueden. Además, lo de las orgías son leyendas urbanas. No deberías creerte todo lo que se dice de ellos…   

— ¿Y qué me dices de no poder ver la luz del sol? ¿Y lo de ser esclavo de quien te convierte?

— ¿A dónde quieres llegar, Alduin? ¿Quieres que te dé la razón, que te diga “sí, todos los vampiros son demonios y deberían estar muertos”? ¿Es eso?

— ¡No, claro que no! Oye tío, ¿qué te pasa hoy?

Creo que no tengo ni para empezar. Pero puede que me esté pasando con él. ¿Qué me ocurre? No es solo que me molesten los prejuicios que tiene la gente; en concreto a los vampiros, todo esto les resbala. Aquellos que alguna vez los han rechazado, los que los odian, los ignoran, o los que consideran que nos son suficientemente buenos… todos desaparecen en un suspiro para ellos. Y mientras, jamás les falta tiempo para dedicarse a todo lo que les pueda hacer felices. ¿Cuándo fue la última vez que yo leí un buen libro? Y no he vuelto a coger los pinceles desde que Nora nació…

Suspiro.

—Problemas con la parienta —digo, forzando una sonrisa cómplice, tratando de rebajar la tensión—. Ya te llegará. Pero Alduin, no me malinterpretes, que no quiero quitarle la razón a los curas ni discutir si son o no criaturas malignas, pero ese tipo de mentalidad es la que ha provocado que haya tanto loco matando vampiros y licántropos por ahí, y tú sabes mejor que nadie cómo suele acabar todo eso.

Por su cara parece que entiende por dónde voy.

—Eres un policía, y debes dejar tus opiniones y prejuicios a un lado.

—Sí, si ya lo sé. Solo decía que no me gustan. Dioses, Dalaran, no pienses que por eso voy a hacer peor mi trabajo. ¡Que nos conocemos desde hace años, hombre!

—Bueno, pues solo digo.

Sigo conduciendo y salgo de la autopista. Pasamos por una zona residencial, de casas ajardinadas. Caballero del Fresno no pilla lejos, según el GPS.

—Además, ser un vampiro no puede estar tan mal. Si quien te convierte no es mal tipo, piensa que puedes volar, y las balas te resbalan. Si no hubiese tantos prejuicios, serían unos policías excelentes. Y entre las mujeres…

No sé por qué he sacado el tema de nuevo.

— ¡Pff! ¿Qué estás diciendo? ¡¿Por favor, qué pasa?! ¿Te gustaría ser uno de ellos, o qué?

— ¡Claro que no! ¿Qué tonterías dices?

Por un momento, mientras llegamos a la zona de apartamentos de lujo que es nuestro destino, me imagino ser un vampiro. También me imagino lo que diría mi mujer. Y su madre. Menuda tragedia familiar. Pero ¿a mí qué más me iba a dar? En unos años ni siquiera recordaría sus nombres. Me escaparía con elegancia de lo que sea que nos espera a los hombres al morir.

Bajo la luz anaranjada de una farola nos aguarda el mediano. Aparco y salgo del coche, mientras Alduin avisa al resto de unidades del operativo para que se mantengan a la espera. Le he dado órdenes de que les diga que nos dejen hacer, aunque normalmente no soy muy de hacerme el héroe. A él, sin embargo, se le ve encantado. Saludo a nuestro pequeño colega, que nos dice el piso. Sexto tres. Echo un vistazo rápido al edificio. Es antiguo, del siglo pasado, pero la fachada está repleta de ornamentación muy bien conservada. El lujo es palpable. A fin de cuentas, es una de las mejores zonas de la ciudad. Recuerdo la primera vez que pensé en marcharme, en irme para siempre, aunque curiosamente no puedo acordarme de por qué discutimos entonces. Pero las niñas eran demasiado pequeñas. Y ahora son demasiado mayores. Cada día en esa casa es un suplicio, y aun así, me siento incapaz de dejar toda una vida atrás. Perder veinte años… es un pecado. Aquel día, aún no sé por qué, me vinieron a la cabeza aquellos vampiros que se ofrecen a convertir a la gente. Pocos lo hacen por dinero, algunos lo hacen por ansias de poder, de montar su ejército personal de conversos a saber por qué motivo. Al poco de entrar yo en el cuerpo tuvimos que detener a uno de esos. Pero la mayoría lo hacen porque decidieron ignorar las leyes y probar de nuevo la sangre humana. Y se engancharon. También esos han pasado por la comisaría.

—Esperemos que no muestren resistencia.

—La clienta es una señora mayor, de unos sesenta o setenta años. No se defenderá, pero no creo que aguante bien la detención—comenta nuestro colega.

Veo de reojo la expresión de desagrado de Alduin. Sé lo que está pensando.

—Encárgate de que haya disponible asistencia médica, no vaya a ser que tengamos una desgracia. Alduin—digo, girándome hacia él—. Vamos a entrar ya.

—De acuerdo.

Nos aproximamos a la puerta, cruzando la calzada desierta. En estas casa antiguas y de nivel siempre hay portero, estamos de suerte. Nos ve a través del cristal de la puerta. Sacamos las placas y se las enseñamos, y él abre el portal para comprobar que no sean falsas.

— ¿Ha ocurrido algo?

—Vamos a realizar una detención. Labor policial —digo yo.

—Al parecer, un inquilino está realizando conversiones vampíricas.

Joder. Sabe que no tenía por qué darle esa información. El portero es un hombre no muy mayor, alto y espigado, con la cabeza rapada pero de aspecto delicado. Abre mucho los ojos, pero no por sorpresa. Es muy probable que estuviera al tanto. Noto cómo se le humedece la frente.

—Maldición —dice, fingiendo ofenderse ante esta información—. Estaba seguro de que ese tipo traería problemas. Es el Señor Svargold, en el sexto tres. ¿Creen que… que tratará de defenderse? Esos seres son muy fuertes…

—Usted salga de aquí, no haga ninguna tontería y no tendrá que preocuparse por nada—le recomiendo, mientras inspecciono la escalera y el ascensor.

Dejamos al hombre detrás, sentado tras su mostrador, mientras nos sigue con la mirada. Comenzamos a subir las escaleras de caracol, tratando de no hacer ruido. Compruebo de forma rutinaria mi pistola, el machete, las esposas y los dos hechizos cristalizados que llevo dentro de su estuche en el cinturón. Aunque voy por delante, sé que Alduin detrás de mí hace lo mismo.

Sí. No me siento capaz de juzgar a esa mujer. A duras penas puedo seguir subiendo las escaleras sabiendo que voy a detener a alguien que bien podría ser yo. Durante años, con cada discusión, con cada frustración familiar, cada vez que me he sentido solo, he podido sentir el paso del tiempo. Rápido, como un reloj de arena cuyo final es mi muerte. Una vida tan corta, una vida que me juego prácticamente cada día desde hace décadas y que estoy gastando en soledad. No es solo mi mujer. Apenas he salido de vacaciones. No conozco el mundo, mientras que mi hermana ha recorrido sus cuatro esquinas. Y no solo me gusta mi trabajo, sino que se me da bastante bien, pero el imbécil del comisario lleva ya años esforzándose por impedirme progresar. Claro que tampoco podría si quiero seguir teniendo tiempo para pasar con mis hijas, que por otro lado, me lo pagan ignorándome… Pero irme sería confirmar que ese tiempo se ha perdido de verdad. Tengo cincuenta y siete años, ¿cómo podría empezar de nuevo? ¿Y cómo separarme para siempre de mis hijas y de mi casa, cómo pagar una pensión si ya voy con lo justo para vivir?

Quinta planta. Miro un segundo hacia atrás para asegurarme de que me siguen. No puedo marcharme de casa ni puedo seguir allí. Recurrir a un vampiro era la solución perfecta. Dioses, lo había pensado cientos de veces: seguir con esta vida hasta que ya nada me atara a ella y después, viajar por el mundo, ahorrar hasta tener una fortuna, comprarme un barco, volver a pintar. Mujeres hermosas, ¡poder volar! Y ver qué le depara el futuro al mundo.

Pero jamás me atreví a dar el paso. En seguida me echarían del cuerpo. Eso si no me pillaban antes en una redada como la que estamos montado nosotros ahora y acababa en la cárcel. Mi mujer me odiaría aún más, mis hijas se avergonzarían. Alduin también, claro, y mucha más gente, que comenzaría a mirarme con desprecio. No-muerto, me llamarían. No… ese deseo debía seguir siendo eso, un deseo.

Entramos en el descansillo del sexto piso y nos acercamos a la puerta. Sacamos las placas y yo llamo a la puerta.

—Policía, abra la puerta.

Nadie contesta. No esperamos mucho antes de volver a llamar.

— ¡Policía, abra la puerta!

— ¡Señor Svargold, sabemos que está ahí! ¡Abra la puerta ahora mismo o la echaremos abajo!

Comienzan a oírse ruidos detrás, pero ninguna respuesta.

—Vamos a entrar —dice mi colega, muy decidido.

—Alduin, espera…—susurro yo, pero no logro detenerle. Da un paso atrás y propina una patada a la puerta que hace volar la cerradura. Ya no hay vuelta atrás, así que desenfundamos e irrumpimos los dos, con la placa por delante.

— ¡Policía, todo el mundo quieto!

Todo está a oscuras y la única luz que tenemos es la que entra de la calle. El salón, sin embargo, parece encendido, así que nos dirigimos rápidamente allí. La mujer mayor está sentada en un sofá y nos recibe con un grito de terror y desesperación. Lleva un brazo remangado y una cinta apretada en torno a él. “Un adicto”, pienso yo. Más ruidos nos llegan desde el interior de la casa, así que sigo adentrándome en ella. La señora parece al borde de un ataque de histeria, no puedo dejarla sola.

— ¡Quédate con ella Alduin, y pide asistencia! ¡Yo voy a por el otro!

Corro hasta llegar a la cocina y de pronto me encuentro cara a cara con él. Se queda paralizado al verme, con una mano manteniendo abierta la puerta de la nevera cuya luz me permite observar sus rasgos, mientras que con la otra sostiene una bolsa de sangre que sacaba de dentro. Lleva una bandolera, que parece estar llenando con su suministro personal. El pelo largo y de color platino le cae sobre la cara, ocultando parcialmente sus ojos rojos y sus orejas picudas. Lleva puesto un abrigo largo y un fular, dispuesto ya para escapar. En el tiempo en que yo enfundo la pistola y saco el machete, él suelta la bolsa en la bandolera y da media vuelta, adentrándose en el pasillo a su derecha. Comienzo a perseguirlo, pasando a toda prisa entre habitaciones en tinieblas, pero el cabrón es muy rápido. Mientras tanto busco con la mano izquierda en el estuche de mi cinturón un hechizo, no vaya a ser que se me escape. El pasillo acaba en un pequeño cuarto, pero eso no le detiene. Sin dudarlo un momento se arroja de cabeza por la ventana, que da al patio. Pero yo le lanzo el cristal que acabo de coger, con tan buena puntería que le acierto en plena espalda. El hechizo paralizante se activa y cae como un ladrillo hasta impactar contra el suelo, llevándose varios tendales por delante. Me asomo al hueco del patio para observar su estado. Parece que nadie ha escuchado el estruendo y ha salido a curiosear. Él parece intacto. Debo correr, antes de que se pase el efecto.

De pronto, se me ocurre que estoy a solas con él. Nadie ha visto la persecución, ni qué ha ocurrido. Mi secreto empieza a tentarme: nadie podría acusarme de convertirme en vampiro si ocurriera en un desafortunado forcejeo. Nunca antes he estado tan cerca.

Me asomo al patio y me agarro a una cañería. Debo bajar rápido, sin que nadie me vea. Comienzo a descender con mucho cuidado, ya no soy un chaval. Más rápido, el efecto pasará pronto. No puedo convertirme en vampiro así, de repente. Pero por no cerrar esa puerta tampoco pasa nada… Sería esclavo de ese tipo, pero apuesto a que no se quedará aquí para utilizarme mientras haya una orden de captura contra él. Luego están los prejuicios que hay contra los de su especie. Eso no tiene solución. Si fuera un vampiro no me quedaría más que enfrentarme a eso día tras día. O noche tras noche, ya que se acabaría para mí la luz del sol. Y la gastronomía, aunque nunca he sido mucho de buen comer. Apenas me quedan ya dos pisos, pero en la oscuridad no voy a arriesgarme a saltar. Si fuera un vampiro podría volar. ¡Volar! Y tarde o temprano podría entrar en el cuerpo policial de cualquier otro sitio del mundo, y sin tener que preocuparme nunca más por las balas. Tal vez pudiese encontrar a este tipo y matarlo. Si demuestro que está muerto, no me pondrían objeciones para reingresar en la policía, o a lo mejor ni me echan. ¡Qué tonterías estoy pensando, por los Dioses!

El vampiro comienza a moverse. Pero me echo sobre él y le doy la vuelta, sacando y poniendo la punta del machete en su pecho, sobre el corazón.

—Fran Svargold, queda detenido por practicar conversiones vampíricas y por consumir sangre no animal.

La parálisis lo abandona y su rostro de mármol se retuerce en una expresión de súplica.

—Por favor, por favor… ¡estoy enganchado, pero nunca he atacado a nadie! Consigo la sangre convirtiendo a gente, sí, pero ellos me la dan voluntariamente ¡lo juro!

Me compadezco de él. Me dan ganas de soltarlo, le comprendo demasiado bien. Pero soy policía, y uno bueno. Sin embargo, hay una opción que podría satisfacernos a ambos. ¿Cuándo tendría una oportunidad igual?

—Voy a ofrecerte un trato —digo, mirando hacia arriba, por si hay ojos indiscretos—. De forma extraoficial.

— ¿Qué? ¿Qué quieres de mí?

—Vas a morderme, ¿de acuerdo? Aquí, en la mano.

En sus ojos veo que comienza a comprender.

—No sabe lo que me pide. ¿Por qué cree que me volví adicto a la sangre? Era mejor hace siglos, cuando aún pesaba sobre nosotros la maldición. Teníamos una finalidad en la vida, una misión. Pero ahora la eternidad es insoportable. Probé la sangre por aburrimiento, creí que sería excitante… ¿Es eso lo que quiere?

La inmortalidad. No podía ser tan pesada como mi vida.

—A cambio te dejaré marchar, pero deberás irte lejos, si no quieres que te detengan por atacar mortalmente a un agente de la ley. Y tendrás algo de sangre que beber.

Tendí mi mano hacia su cara. Él me mira, vacilante, pero mi expresión debe parecer segura. Sabe que no tiene opción. Coge mi mano y se la lleva a la boca. El dolor es punzante, mucho más de lo que habría esperado, tanto que no puedo reprimir un grito.

Los primeros rayos de sol asoman en el cielo sobre nuestras cabezas.

Vida moderna

Antología del Orbe

Tres cuartos de hora esperando para al final descubrir que te han perdido la maleta. Como si el cansancio de un viaje de siete horas no fuera suficiente para aguarle a una el ánimo, ahora tengo que chuparme al menos una más discutiendo con la policía aeroportuaria y rellenando formularios de reclamaciones. ¿Y qué domicilio pongo? Llevo viviendo tres años fuera, en una misión perdida en el desierto más miserable del mundo. Supongo que no tengo más remedio que poner la dirección de mi amiga Clara, pero me da reparo. Pensaba quedarme a dormir en su casa solo un par de noches, hasta que pueda firmar los papeles del piso al que he echado el ojo, y no me gustaría molestarla más de lo necesario. Todo dependerá de a qué velocidad consiga trabajo. ¡Qué nervios! Mañana tengo la entrevista. Es la primera vez que voy a una.

Salgo de las oficinas más ligera que una pluma, tan solo con la mochila de equipaje de mano al hombro, y comienzo a caminar por una larga galería hacia las puertas de salida. Los grandes ventanales me dejan ver cómo en el exterior está empezando a llover. Tres años sin apenas ver la lluvia. Casi había olvidado cómo era. Voy subida a una plataforma mecánica, pero me tengo que bajar en el segundo tramo, que está siendo reparado por tres operarios. Uno de ellos, un enano, grita improperios a sus compañeros, que parecen superados por la complejidad del sistema. Mientras los miro discutir descubro detrás una tienda duty-free, en la que me meto a comprar un cartón de tabaco. Estando sin trabajo, mejor prevenir que curar.

Clara me está esperando al salir por la puerta. Nada más verme grita como una histérica, llamando mucho la atención de todos los que están ahí para recibir a sus seres queridos. Hace menos de un año que no nos vemos, desde la última vez que estuve de visita, pero reacciona como si hubiera pasado una eternidad. La verdad es que me hace tanta ilusión estar por fin aquí que también me echo a gritar. Nos abrazamos y damos saltos. Estamos haciendo un poco el ridículo, pero me da absolutamente igual. Estoy de vuelta. Las dos nos ponemos en marcha hacia la salida del aeropuerto mientras me habla a toda velocidad acerca de un chico con el que empezó a salir pero que luego resultó ser un imbécil, aunque no llego a escuchar el porqué. Yo le cuento lo de las maletas y le pido perdón por poner su dirección. Por supuesto lo entiende y mientras nos cubrimos con su paraguas despotricamos de la gestión de los equipajes. “Aeropuerto Internacional de Daliron”, reza el enorme letrero sobre nuestras cabezas. Clara me ofrece quedarme con ella todo el tiempo que haga falta, pero entre que me he acostumbrado a la soledad y que sé de buena tienta que si me quedo más tiempo del necesario acabaré por no ponerme nunca en marcha por mí misma, prefiero rechazar su oferta. Una vez más, me entiende.

Justo delante de la puerta está la parada de taxis. Clara no conduce, así que no tenemos más remedio que coger uno; los accesos en transporte público al aeropuerto, al parecer, siguen siendo desastrosos. Hacemos señales a uno que justo pasa frente a nosotras. El conductor frena en seco nada más vernos, salpicándonos con el agua de la lluvia. Es un joven mediano con cara de pillo, así que la cabina está adaptada para que llegue a los pedales y pueda ver por encima del salpicadero. Al darse cuenta de que no llevamos equipaje suspira aliviado, comentándonos que nunca está seguro de poder ayudar a los clientes a cargarlo hasta el maletero. Nos invita a que una de las dos pase delante, pero preferimos estar juntas detrás. En cuanto estamos acomodadas, pisa el acelerador con brusquedad y el taxi da un tirón hacia delante que me deja pegada al asiento. Conduce como un loco, pero aun así se gira para pedirnos perdón por ir lento. Según dice, hay que tener cuidado porque la tormenta cada vez es más intensa y la carretera hacia el centro de la ciudad es traicionera. Miro a Clara, asustada. Como nos da vergüenza hablar de nuestras cosas con el conductor delante, permanecemos calladas, pero él ya se encarga de amenizarnos el viaje, no vaya a ser que las curvas tomadas derrapando bajo la lluvia no sean suficiente emoción. Nos pregunta de dónde somos, y yo le contesto que soy de la ciudad, pero que llevo tres años fuera en una misión en Hersia. Me pregunta que qué tal están las cosas por ahí, que ha visto en la tele que ha habido líos. Yo le respondo que sí que hay líos, pero que yo estaba en una pequeña región aislada en el desierto y no me enteré de mucho. Comienza a darnos su opinión sobre el tema: que si los melianitas se portaron muy mal con los magos después de la guerra, que si nunca deberían haberse independizado de Embia, etcétera, etcétera. Dice que el tema no le interesa mucho porque, según él, “allí la gente es muy rara y no les gustan los medianos”, pero que como en las noticias no se oye nada más que catástrofes y cosas de esas, al final uno acaba sabiendo. No quiero discutir con él, así que me guardo mi opinión, pero no puedo evitar dejar escapar un bufido de desaprobación. Clara, que me conoce, me mira y se ríe.

Ya estamos en la ciudad. Hasta que queda oculto tras unos rascacielos, el castillo puede contemplarse en la lejanía, difuminado tras la cortina de lluvia. No hay una escena más típica de Daliron. Al verlo, el taxista comenta que vamos a tener que dar un rodeo para llegar a casa de mi amiga porque han cortado algunas calles para la presentación mañana del heredero. Los príncipes tuvieron este verano a su primer hijo, y como manda la tradición, lo presentarán en el Templo de Atlantos, que es el patrón de los reyes, así que hasta entonces las calles cercanas estarán cortadas para que puedan ponerse las gradas de los invitados y para que las televisiones coloquen sus unidades móviles. El mediano comenta que no le caen bien los príncipes, que prefiere al rey porque es “más serio que su hijo, que dicen que se le ve mucho de fiesta con famosos”. A mí lo cierto es que sí me cae bien, pero sobretodo porque es guapo. Llevo mucho fuera y la política nunca me interesó demasiado. Clara comenta que tiene una formación militar más sólida que su padre, que es para lo que está, y el taxista le contesta que teniendo ya un Primer Ministro, lo único que espera es que gaste lo menos posible de los impuestos que pagamos todos, que a él todo lo de que el destino de Ilian está unido al de su Corona le parece una pamplina, pero que si dicen que es lo que quieren los Dioses, pues no hay más que discutir. La lluvia empieza a remitir, y puedo contemplar con más detalle el paisaje urbano que me rodea. Hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo grandes que eran los rascacielos de esta ciudad y lo laberínticas que pueden llegar a ser sus calles. O tal vez sea solo la sensación que provocan en mí, que me he convertido en una extranjera. Me siento ridículamente pequeña en medio de tantos edificios, de tantos coches y de tanta gente. Todo es tan distinto a la misión… Pasamos de largo delante del que era nuestro instituto. El hermano pequeño de Clara aún va allí. Lo miro con nostalgia mientras pienso en todo el tiempo que ha pasado desde entonces. Ahora que estoy de vuelta, siento que hay bastantes personas a las que me gustaría volver a ver. Después de tanto tiempo es como si no conociera a nadie aquí y debería retomar los viejos contactos. Mi amiga va a tener también que presentarme a mucha gente. No sé por qué, pero ese pensamiento empieza a generarme cierta presión en el pecho. Noto que las manos me han empezado a sudar.

El coche para en un semáforo y un pequeño grupo de trasgos se acerca para pedir dinero. Son muy insistentes y el conductor acaba pitándoles con el claxon y gritándoles para que se vayan. Los duendes le hacen caso entre risas por ver enfadado al pequeño taxista, y cuando están suficientemente lejos y el semáforo vuelve a ponerse verde, nos insultan. Nuestro chófer nos pide perdón por la escenita. Dice que conoce a algunos trasgos personalmente y que le han reconocido que en ocasiones hacen eso no porque necesiten el dinero, sino solo para molestar a mendigos de verdad que sí lo necesitan. Sí, ya había oído esa historia antes.

Por fin llegamos a la calle de Clara. Me ha parecido que hemos recorrido medio mundo desde que nos montamos en el taxi. Después de una breve discusión, logro imponerme y pagar yo; es lo mínimo que puedo hacer para agradecerle que se esté haciendo cargo de mí y vaya a estar pendiente de mi equipaje. El mediano se despide de nosotras con una amplia sonrisa y gesto amable, y desaparece doblando la esquina a toda velocidad, volviendo a mojarme con el agua de un charco. Chasqueo la lengua de disgusto, pero la risa de mi amiga se me contagia y yo también empiezo a reír. Clara vive en un edificio antiguo de un barrio céntrico, de esos repletos de bares de copas, restaurantes y gente en la calle. La hay de todas las razas, y todos pasan a nuestro alrededor sin hacernos mucho caso. A veces tengo que contenerme para no saludar a los desconocidos que se cruzan con nosotras. En el pueblo en Hersia era lo normal y ahora otra cosa se me hace extraña, aunque claro, allí no te cruzabas con gente continuamente.

A falta de algo mejor que hacer, pasamos el resto del día en su casa tiradas en el sofá tomando café y poniéndonos al día de nuestras cosas. Le conté algunos pormenores de mi experiencia fuera y ella me contó sobre sus planes de futuro. Después de acabar la carrera el año pasado, había conseguido trabajo rápidamente en una empresa de ingeniería energética filial de I&M, y gracias a la ayuda de su padre pudo alquilar este piso e independizarse. Ahora trabaja mucho, pero espera ascender y dirigir sus propios proyectos en un par de años. Dice que después de las malas experiencias de las que me ha estado hablando, se está concentrando en su trabajo y que pasa de los hombres. Escucharla casi me ha hecho sentir agradecida de no haber ligado desde el instituto. Se ha apuntado a clases de baile, le ha dado por tejer, y está enganchada a un millón de series que está desando comentar. No para de hacer cosas. Cuando me ha tocado hablarle de mí y de qué pensaba hacer en el futuro, prácticamente no tenía nada que decir. Supongo que me he encontrado conmigo misma y ahora solo quiero tener una vida normal. Como la suya, o tal vez distinta; no lo sé. La muerte de mis padres me demostró que no estaba preparada para llevar una vida de adulta. Cuando empecé un año después la carrera, las responsabilidades comenzaron a angustiarme hasta el punto de que no me sentía con fuerzas para enfrentar el día a día. No me arrepiento del tiempo que he pasado ayudando a tanta gente que lo necesitaba más que yo, pero he llegado a la conclusión de que fui allí huyendo. Y ya era momento de que me enfrentase a la vida e hiciese algo con ella, lo que fuera. La conversación me ha hecho sentir agobiada, así que damos carpetazo por hoy y me retiro a su cuarto para prepararme la entrevista de mañana. Mientras lo hago, me doy cuenta de que estoy aterrada.

Por la noche pedimos unas pizzas y vemos una peli en la tele. Con el viaje y todo, estoy bastante cansada, así que me marcho antes de que se acabe, no vaya a ser que luego no pueda con mi alma. Me acuesto en una cama de invitados que Clara ha puesto expresamente para mí y trato de dormirme. El colchón es cómodo, más cómodo que cualquiera en el que me haya tumbado en los últimos tres años, y eso es un problema. Siento que me hundo cada vez que me empiezo a dormir y acabo dando mil vueltas. Además, los ruidos que entran por la ventana desde la calle hacen que no me pueda relajar. Lo mismo que las otras veces que he venido de visita. No entiendo cómo antes podía pegar ojo con tanto ruido. Me pongo música en los auriculares y poco a poco empiezo a quedarme dormida. Son las tres y media de la mañana.

¡¡¡Hiiiiiiiiiggghh!!!¡¡¡hiiigghh!!!

Un sonido extremadamente desagradable de rocas chirriando unas contra otras me despierta por la mañana. Trato de ignorarlo, pero soy incapaz. Me asomo a la ventana para ver que en la casa al otro lado de la calle están de obras. Un mago está haciendo que un par de gólems de piedra de tres metros de altura sujeten toda una pared de ladrillos subidos a unos andamios. Cada vez que se mueven hacen ese ruido tan desagradable y por su culpa no consigo volver a conciliar el sueño. Son solo las siete, ¿cómo se les ocurre ponerse a hacer eso a estas horas? ¡No solo soy yo, mucha gente está aún durmiendo! Al menos no han traído camiones o retroexcavadoras, que hacen aún más ruido. Al final acabo cogiendo un libro, y poniéndome a leer. Espero a oír que Clara se ha levantado para salir a darle los buenos días. Entre las dos hacemos el desayuno, que como con cara de muerto y el espíritu de un zombi. Me pregunta que qué me ha pasado y cuando se lo cuento nos empezamos a reír. Al menos soy de esas que no se levanta de mal humor. Ahora toca vestirse, pero sin el equipaje, mi amiga tiene que dejarme la ropa. Le pido prestadas una blusa y una falda suficientemente formales para la entrevista de trabajo, pero me deprimo al ver que aunque tenemos más o menos la misma talla, a mí me quedan como un trapo. Ella, sin embargo, me anima diciendo que estoy estupenda y que es a mí a quien le quedan mejor, que estoy más delgada. La verdad es que tanto tiempo sin parar me ha ayudado a adelgazar bastante, pero al ver mi reflejo no puedo evitar sentirme desgarbada. En cuanto a mi mala cara, las habilidades de Clara con el maquillaje salvan el día.

Me tiene que dejar también un bono de transporte público. De veras que odio tener que estar de prestado. Me despido de ella y le prometo que le llamaré en cuanto acabe. Voy paseando por las calles, bastante tranquila aprovechando que he salido con tiempo, y me fijo en cómo ha cambiado la ciudad en mi ausencia. Por ejemplo, hay una nueva boca de metro que me va a acortar el paseo. Las galerías subterráneas siguen tan sucias como siempre, llenas de papel de periódico, colillas y pintadas que claman que el P-12 controla al gobierno, pero el tren nos hace esperar menos de lo que recordaba. Me monto en el coche y detrás de mí se suben también dos orcos bastante grandes. No está muy lleno y la pareja empieza a hablar en su idioma y a reírse muy alto. De vez en cuando me lanzan miradas con sus ojos rojos que me hielan la sangre. Tengo que recordarme varias veces que mucho de lo que se dice de los orcos se debe a los prejuicios que la gente tiene de ellos. Hay una muchacha sentada aún más cerca de los dos; por mucho que intento pensar en positivo, cuando bajo del metro no puedo evitar preocuparme por ella. Sin quererlo, me viene a  la cabeza el dato de que los orcos a veces se comen la carne de quienes matan. Lo aparto de mi mente lo antes posible. No todos tienen que ser asesinos. Este tipo de pensamientos son los que hacen que el mundo vaya como va.

Llego a las oficinas de la ESDA, la ONG de protección del medio ambiente a la que voy a presentarme. He oído que necesitan humanos para que la representen en determinados círculos. Es un trabajo muy adecuado para mí, creo que estoy preparada para ello, así que me repito ese mismo mantra una y otra vez mientras entro en el alto edificio acristalado. Me acerco al mostrador de recepción. Atiende una elfa muy guapa, recta como un palo y con el pelo recogido en una larguísima coleta. No sonríe ni una sola vez, pero su tono a la hora de indicarme en qué planta tendrá lugar la entrevista es extremadamente amable. Voy al ascensor y me subo sola. El elevador se detiene en la tercera planta y por sus puertas entra un tritón muy bien vestido, que al verme enrolla su cola para no ocupar demasiado sitio. Nos saludamos con un cortés “buenos días”. Llevaba mucho tiempo sin ver uno de su especie y me doy cuenta de que no he apartado los ojos de él en un buen rato, prácticamente desde que ha entrado. Él parece darse cuenta, así que se vuelve y los dos establecemos contacto visual. No puedo evitar fijarme en sus dos grandes ojos negros, todo pupila, y solo después de un momento caigo en la cuenta de lo que estoy haciendo. Horror.

Ejem…

Carraspea, frunce su ceño sin cejas y desvía la mirada, avergonzado. No me atrevo a decir nada en voz alta, así que hago el resto del trayecto con la vista puesta en el suelo, abochornada. Llegamos a la undécima planta, mi destino y al parecer también el de mi acompañante. Casualmente vamos los dos hacia el mismo despacho. También es mala suerte. Me abre la puerta con caballerosidad y entra detrás de mí sin decir una palabra. Hay una mesa alargada con otras tres personas: una humana como yo y dos elfos. Y ahora también un tritón. Me dan los buenos días y me piden que tome asiento en una silla colocada delante de ellos. No me lo puedo creer, he mirado descaradamente a los ojos a un tritón nui que va a hacerme una entrevista de trabajo. Rezo internamente a los Dioses para que entienda milagrosamente que lo último que pretendía era ser maleducada.

Uno de los elfos es quien dirigirá la entrevista y me da algunas indicaciones acerca de la filosofía que rige a la organización, con las que yo ya estoy familiarizada. Después la humana me explica por qué buscan un perfil como el mío. Me pregunta si controlo el safí y el nevo. Le cuento que hablo fluidamente el nevo, que era lo que utilizaba casi todo el mundo en los pueblos de Hersia, pero que tengo un nivel medio en safí con certificado de idiomas. Me explican que necesitan humanos para representar a la ONG en los países del Este y quieren alguien con experiencia en organizaciones humanitarias. Miran mi currículum y me hacen algunas preguntas acerca de qué responsabilidad tenía en la que estaba. Les cuento que al principio hacía lo que se necesitara pero que después me encargaron gestionar los materiales que venían desde las oficinas centrales, aunque allí todo acababa siendo muy informal y tenía que ocuparme también de las pequeñas tareas cotidianas. Afirman y escriben cosas en sus papeles, sin dejar de mirarme. Me rio mucho, tal vez demasiado, tratando de comportarme y responder con naturalidad a sus preguntas, pero estoy muy nerviosa y no dejan de sudarme las manos. No me acuerdo de repetir el mantra de que estoy muy bien preparada para el puesto y siento que en el fondo los entrevistadores piensan que les estoy haciendo perder el tiempo. Conforme avanza el interrogatorio voy calmándome sin llegar a estar tranquila del todo, hasta que por fin, se acaba.

Los miembros de la mesa se levantan y me dan la mano. Enhorabuena. Dicen que tenían la decisión casi tomada y que solo querían conocerme en persona, y que puedo empezar a hacer cosas ya mismo. El tritón del ascensor se ofrece a enseñarme las oficinas, y tras agradecerles uno a uno a los demás por haberme escogido, salgo detrás de él. Me siento eufórica, como si flotara después del peso que me acabo de quitar de encima. Los viejos miedos e inseguridades que no dejaban de asaltarme desde que comencé a preparar mi regreso han pasado por primera vez a un segundo plano. Siento que acabo de tomar el buen camino para empezar a pensar en el futuro y volver a tener una vida normal, aunque sé que aún tengo mucho que recorrer. En cuanto el tritón y yo estamos más o menos solos, fruto de la euforia que me ha entrado, reúno el valor suficiente para disculparme por lo que pasó en el ascensor. Le explico que llevaba los últimos años sin ver apenas gente que no fueran humanos y que no recordé hasta que era demasiado tarde que para ellos era una falta de respeto lo que yo había hecho. Visiblemente incómodo con la conversación, me dice que no pasa nada. Me arrepiento un poco de haber sacado el tema, pero ya no puedo volverme a quedar callada, así que le hablo sobre mi contratación. Le agradezco de nuevo que hayan confiado en mí y le comento que no pensé que me fueran a dar una respuesta tan rápido. Él me mira y sonríe, y me dice que en el noventa por ciento de los casos ya tienen decidido de antes con quién contar, que solo le dicen aquello de “ya te llamaremos” a los que se quedan fuera. Me rio en voz alta mientras me enseña la que será mi mesa. Toca empezar a trabajar, pero primero tengo que darle la noticia a Clara.