Antología del Orbe
Llevo dos horas en la comisaría y aún nada. Se supone que para hoy ya nos habríamos enterado de la localización del piso franco del sospechoso, pero Alduin y yo seguimos haciendo tiempo junto al teléfono. Tres meses de investigación que hoy deberían por fin dar sus frutos, otro chupasangres que se irá a pudrir entre rejas, probablemente junto a algún que otro infeliz suficientemente loco para haber recurrido a él. Pobres diablos. No me extraña que haya casos como éste; de hecho, me sorprende que no haya más. Entiendo que convertir a alguien en vampiro sea un delito, pero me parece muy hipócrita condenar que alguien quiera ser inmortal. ¡Por los Dioses, ¿es que no tenemos todos miedo a la muerte?! La mayor parte de las cosas que hacemos en la vida son pensando en la muerte. Vivir sin esa carga es como que te toque la lotería.
Mi bolsillo empieza a vibrar. Es el mediano. Parece que una clienta acaba de entrar.
— ¿Marcus?
—El informador. Calle Caballero del Fresno 12. Hay que salir ya, dice —comento mientras me pongo la chaqueta y me levanto del escritorio—, porque acaba de entrar una clienta.
—Joder, entonces a correr.
Los dos salimos a paso vivo hacia el parking. Él amaga, pero me impongo yo.
—Yo conduzco.
— ¿No sabes que la Tercera Edad es más propensa a los accidentes? —cede, con una sonrisa. Me molesta un poco su buen humor. Alduin es joven y siente verdadera pasión por su trabajo. Tal vez demasiada. Y mezcla sus ideales con su labor profesional. Cuando su hijo empiece a ir al instituto y su mujer deje de esperarle en casa con una sonrisa, agradecida de que hoy no le hayan pegado un tiro o lo hayan embrujado, tal vez deje de perseguir a los delincuentes como si jugase a orcos y caballeros.
—Cuando tengas la mitad de experiencia que yo al volante, hablamos. Ahora sube, no se vaya a liar.
Hago contacto y el coche comienza a andar. Mi compañero revisa que todo el equipo esté en orden mientras yo conduzco por la rampa que nos lleva fuera del parking, dejando la comisaria atrás.
—Avisa de que vamos para allá y que nos informen si hay cualquier movimiento en el piso, ¿de acuerdo?
—Okey.
Nos incorporamos a la autopista, prácticamente solos.
—Qué pocos coches hay ahora, ¿Eh, Marcus? En hora punta esta incorporación está imposible.
No entiendo cómo siempre tiene tantas ganas de hablar. Ni cómo a estas horas de la noche está tan animado. Supongo que él deja esperando en casa a una esposa joven y probablemente enamorada, incluso excitada por la idea de que su marido esté fuera jugándose el cuello por salvar el mundo, mientras que en la mía dos macarras se encargan de que mis hijas ni se enteren de que he salido; con su madre, a la que lo único que le preocupa de que salga a trabajar de noche es que es el trabajo de un novato, lo que significa que me han degradado y que se lo estoy ocultando. Joder, si soy el detective más condecorado del departamento.
Vale, puede que sea yo. Hace casi veinte años que no tengo que ir de madrugada a practicar una detención. Y sí, es un trabajo de novato. Alduin, ante mi falta de conversación, decide hablar por los dos.
—Supongo que ésta es la mejor hora para practicar una conversión ¿verdad? Así, si nos ve llegar aún tendría tiempo para escapar, y además no hay vecinos entrometidos que se pregunten por qué lo visita tanta gente. Gente… o gentuza —dice con profundo desprecio.
—Chico, esas personas están desesperadas —digo, sintiéndome en la obligación de corregirle—. Si a ti te ponen la inmortalidad al alcance de la mano, y yo qué sé, estás enfermo terminal, ¿no lo harías?
Él me mira, sorprendido por mi pregunta.
—Claro que no, Dalaran. ¿Por qué demonios te crees que practicar conversiones es un delito? El mundo sería un infierno si todos viviéramos así. Además, todo el mundo sabe que la vida de los vampiros está vacía. No se me ocurre por qué alguien desearía vivir como ellos.
— ¿Y qué sabes tú de cómo es la vida de los vampiros, chaval? ¿Acaso conoces alguno?
El chico pone cara de póker. Ya es hora de que alguien le abra los ojos a lo que es la vida. Vaya, siento tener que ser yo.
—Puede ser mi opinión, pero creo que una vida que no acaba deja de tener sentido. Si montan las fiestas esas que se dice que montan, seguro que no es por lo felices que son.
—Si montan esas fiestas es porque todos están forrados y pueden. Además, lo de las orgías son leyendas urbanas. No deberías creerte todo lo que se dice de ellos…
— ¿Y qué me dices de no poder ver la luz del sol? ¿Y lo de ser esclavo de quien te convierte?
— ¿A dónde quieres llegar, Alduin? ¿Quieres que te dé la razón, que te diga “sí, todos los vampiros son demonios y deberían estar muertos”? ¿Es eso?
— ¡No, claro que no! Oye tío, ¿qué te pasa hoy?
Creo que no tengo ni para empezar. Pero puede que me esté pasando con él. ¿Qué me ocurre? No es solo que me molesten los prejuicios que tiene la gente; en concreto a los vampiros, todo esto les resbala. Aquellos que alguna vez los han rechazado, los que los odian, los ignoran, o los que consideran que nos son suficientemente buenos… todos desaparecen en un suspiro para ellos. Y mientras, jamás les falta tiempo para dedicarse a todo lo que les pueda hacer felices. ¿Cuándo fue la última vez que yo leí un buen libro? Y no he vuelto a coger los pinceles desde que Nora nació…
Suspiro.
—Problemas con la parienta —digo, forzando una sonrisa cómplice, tratando de rebajar la tensión—. Ya te llegará. Pero Alduin, no me malinterpretes, que no quiero quitarle la razón a los curas ni discutir si son o no criaturas malignas, pero ese tipo de mentalidad es la que ha provocado que haya tanto loco matando vampiros y licántropos por ahí, y tú sabes mejor que nadie cómo suele acabar todo eso.
Por su cara parece que entiende por dónde voy.
—Eres un policía, y debes dejar tus opiniones y prejuicios a un lado.
—Sí, si ya lo sé. Solo decía que no me gustan. Dioses, Dalaran, no pienses que por eso voy a hacer peor mi trabajo. ¡Que nos conocemos desde hace años, hombre!
—Bueno, pues solo digo.
Sigo conduciendo y salgo de la autopista. Pasamos por una zona residencial, de casas ajardinadas. Caballero del Fresno no pilla lejos, según el GPS.
—Además, ser un vampiro no puede estar tan mal. Si quien te convierte no es mal tipo, piensa que puedes volar, y las balas te resbalan. Si no hubiese tantos prejuicios, serían unos policías excelentes. Y entre las mujeres…
No sé por qué he sacado el tema de nuevo.
— ¡Pff! ¿Qué estás diciendo? ¡¿Por favor, qué pasa?! ¿Te gustaría ser uno de ellos, o qué?
— ¡Claro que no! ¿Qué tonterías dices?
Por un momento, mientras llegamos a la zona de apartamentos de lujo que es nuestro destino, me imagino ser un vampiro. También me imagino lo que diría mi mujer. Y su madre. Menuda tragedia familiar. Pero ¿a mí qué más me iba a dar? En unos años ni siquiera recordaría sus nombres. Me escaparía con elegancia de lo que sea que nos espera a los hombres al morir.
Bajo la luz anaranjada de una farola nos aguarda el mediano. Aparco y salgo del coche, mientras Alduin avisa al resto de unidades del operativo para que se mantengan a la espera. Le he dado órdenes de que les diga que nos dejen hacer, aunque normalmente no soy muy de hacerme el héroe. A él, sin embargo, se le ve encantado. Saludo a nuestro pequeño colega, que nos dice el piso. Sexto tres. Echo un vistazo rápido al edificio. Es antiguo, del siglo pasado, pero la fachada está repleta de ornamentación muy bien conservada. El lujo es palpable. A fin de cuentas, es una de las mejores zonas de la ciudad. Recuerdo la primera vez que pensé en marcharme, en irme para siempre, aunque curiosamente no puedo acordarme de por qué discutimos entonces. Pero las niñas eran demasiado pequeñas. Y ahora son demasiado mayores. Cada día en esa casa es un suplicio, y aun así, me siento incapaz de dejar toda una vida atrás. Perder veinte años… es un pecado. Aquel día, aún no sé por qué, me vinieron a la cabeza aquellos vampiros que se ofrecen a convertir a la gente. Pocos lo hacen por dinero, algunos lo hacen por ansias de poder, de montar su ejército personal de conversos a saber por qué motivo. Al poco de entrar yo en el cuerpo tuvimos que detener a uno de esos. Pero la mayoría lo hacen porque decidieron ignorar las leyes y probar de nuevo la sangre humana. Y se engancharon. También esos han pasado por la comisaría.
—Esperemos que no muestren resistencia.
—La clienta es una señora mayor, de unos sesenta o setenta años. No se defenderá, pero no creo que aguante bien la detención—comenta nuestro colega.
Veo de reojo la expresión de desagrado de Alduin. Sé lo que está pensando.
—Encárgate de que haya disponible asistencia médica, no vaya a ser que tengamos una desgracia. Alduin—digo, girándome hacia él—. Vamos a entrar ya.
—De acuerdo.
Nos aproximamos a la puerta, cruzando la calzada desierta. En estas casa antiguas y de nivel siempre hay portero, estamos de suerte. Nos ve a través del cristal de la puerta. Sacamos las placas y se las enseñamos, y él abre el portal para comprobar que no sean falsas.
— ¿Ha ocurrido algo?
—Vamos a realizar una detención. Labor policial —digo yo.
—Al parecer, un inquilino está realizando conversiones vampíricas.
Joder. Sabe que no tenía por qué darle esa información. El portero es un hombre no muy mayor, alto y espigado, con la cabeza rapada pero de aspecto delicado. Abre mucho los ojos, pero no por sorpresa. Es muy probable que estuviera al tanto. Noto cómo se le humedece la frente.
—Maldición —dice, fingiendo ofenderse ante esta información—. Estaba seguro de que ese tipo traería problemas. Es el Señor Svargold, en el sexto tres. ¿Creen que… que tratará de defenderse? Esos seres son muy fuertes…
—Usted salga de aquí, no haga ninguna tontería y no tendrá que preocuparse por nada—le recomiendo, mientras inspecciono la escalera y el ascensor.
Dejamos al hombre detrás, sentado tras su mostrador, mientras nos sigue con la mirada. Comenzamos a subir las escaleras de caracol, tratando de no hacer ruido. Compruebo de forma rutinaria mi pistola, el machete, las esposas y los dos hechizos cristalizados que llevo dentro de su estuche en el cinturón. Aunque voy por delante, sé que Alduin detrás de mí hace lo mismo.
Sí. No me siento capaz de juzgar a esa mujer. A duras penas puedo seguir subiendo las escaleras sabiendo que voy a detener a alguien que bien podría ser yo. Durante años, con cada discusión, con cada frustración familiar, cada vez que me he sentido solo, he podido sentir el paso del tiempo. Rápido, como un reloj de arena cuyo final es mi muerte. Una vida tan corta, una vida que me juego prácticamente cada día desde hace décadas y que estoy gastando en soledad. No es solo mi mujer. Apenas he salido de vacaciones. No conozco el mundo, mientras que mi hermana ha recorrido sus cuatro esquinas. Y no solo me gusta mi trabajo, sino que se me da bastante bien, pero el imbécil del comisario lleva ya años esforzándose por impedirme progresar. Claro que tampoco podría si quiero seguir teniendo tiempo para pasar con mis hijas, que por otro lado, me lo pagan ignorándome… Pero irme sería confirmar que ese tiempo se ha perdido de verdad. Tengo cincuenta y siete años, ¿cómo podría empezar de nuevo? ¿Y cómo separarme para siempre de mis hijas y de mi casa, cómo pagar una pensión si ya voy con lo justo para vivir?
Quinta planta. Miro un segundo hacia atrás para asegurarme de que me siguen. No puedo marcharme de casa ni puedo seguir allí. Recurrir a un vampiro era la solución perfecta. Dioses, lo había pensado cientos de veces: seguir con esta vida hasta que ya nada me atara a ella y después, viajar por el mundo, ahorrar hasta tener una fortuna, comprarme un barco, volver a pintar. Mujeres hermosas, ¡poder volar! Y ver qué le depara el futuro al mundo.
Pero jamás me atreví a dar el paso. En seguida me echarían del cuerpo. Eso si no me pillaban antes en una redada como la que estamos montado nosotros ahora y acababa en la cárcel. Mi mujer me odiaría aún más, mis hijas se avergonzarían. Alduin también, claro, y mucha más gente, que comenzaría a mirarme con desprecio. No-muerto, me llamarían. No… ese deseo debía seguir siendo eso, un deseo.
Entramos en el descansillo del sexto piso y nos acercamos a la puerta. Sacamos las placas y yo llamo a la puerta.
—Policía, abra la puerta.
Nadie contesta. No esperamos mucho antes de volver a llamar.
— ¡Policía, abra la puerta!
— ¡Señor Svargold, sabemos que está ahí! ¡Abra la puerta ahora mismo o la echaremos abajo!
Comienzan a oírse ruidos detrás, pero ninguna respuesta.
—Vamos a entrar —dice mi colega, muy decidido.
—Alduin, espera…—susurro yo, pero no logro detenerle. Da un paso atrás y propina una patada a la puerta que hace volar la cerradura. Ya no hay vuelta atrás, así que desenfundamos e irrumpimos los dos, con la placa por delante.
— ¡Policía, todo el mundo quieto!
Todo está a oscuras y la única luz que tenemos es la que entra de la calle. El salón, sin embargo, parece encendido, así que nos dirigimos rápidamente allí. La mujer mayor está sentada en un sofá y nos recibe con un grito de terror y desesperación. Lleva un brazo remangado y una cinta apretada en torno a él. “Un adicto”, pienso yo. Más ruidos nos llegan desde el interior de la casa, así que sigo adentrándome en ella. La señora parece al borde de un ataque de histeria, no puedo dejarla sola.
— ¡Quédate con ella Alduin, y pide asistencia! ¡Yo voy a por el otro!
Corro hasta llegar a la cocina y de pronto me encuentro cara a cara con él. Se queda paralizado al verme, con una mano manteniendo abierta la puerta de la nevera cuya luz me permite observar sus rasgos, mientras que con la otra sostiene una bolsa de sangre que sacaba de dentro. Lleva una bandolera, que parece estar llenando con su suministro personal. El pelo largo y de color platino le cae sobre la cara, ocultando parcialmente sus ojos rojos y sus orejas picudas. Lleva puesto un abrigo largo y un fular, dispuesto ya para escapar. En el tiempo en que yo enfundo la pistola y saco el machete, él suelta la bolsa en la bandolera y da media vuelta, adentrándose en el pasillo a su derecha. Comienzo a perseguirlo, pasando a toda prisa entre habitaciones en tinieblas, pero el cabrón es muy rápido. Mientras tanto busco con la mano izquierda en el estuche de mi cinturón un hechizo, no vaya a ser que se me escape. El pasillo acaba en un pequeño cuarto, pero eso no le detiene. Sin dudarlo un momento se arroja de cabeza por la ventana, que da al patio. Pero yo le lanzo el cristal que acabo de coger, con tan buena puntería que le acierto en plena espalda. El hechizo paralizante se activa y cae como un ladrillo hasta impactar contra el suelo, llevándose varios tendales por delante. Me asomo al hueco del patio para observar su estado. Parece que nadie ha escuchado el estruendo y ha salido a curiosear. Él parece intacto. Debo correr, antes de que se pase el efecto.
De pronto, se me ocurre que estoy a solas con él. Nadie ha visto la persecución, ni qué ha ocurrido. Mi secreto empieza a tentarme: nadie podría acusarme de convertirme en vampiro si ocurriera en un desafortunado forcejeo. Nunca antes he estado tan cerca.
Me asomo al patio y me agarro a una cañería. Debo bajar rápido, sin que nadie me vea. Comienzo a descender con mucho cuidado, ya no soy un chaval. Más rápido, el efecto pasará pronto. No puedo convertirme en vampiro así, de repente. Pero por no cerrar esa puerta tampoco pasa nada… Sería esclavo de ese tipo, pero apuesto a que no se quedará aquí para utilizarme mientras haya una orden de captura contra él. Luego están los prejuicios que hay contra los de su especie. Eso no tiene solución. Si fuera un vampiro no me quedaría más que enfrentarme a eso día tras día. O noche tras noche, ya que se acabaría para mí la luz del sol. Y la gastronomía, aunque nunca he sido mucho de buen comer. Apenas me quedan ya dos pisos, pero en la oscuridad no voy a arriesgarme a saltar. Si fuera un vampiro podría volar. ¡Volar! Y tarde o temprano podría entrar en el cuerpo policial de cualquier otro sitio del mundo, y sin tener que preocuparme nunca más por las balas. Tal vez pudiese encontrar a este tipo y matarlo. Si demuestro que está muerto, no me pondrían objeciones para reingresar en la policía, o a lo mejor ni me echan. ¡Qué tonterías estoy pensando, por los Dioses!
El vampiro comienza a moverse. Pero me echo sobre él y le doy la vuelta, sacando y poniendo la punta del machete en su pecho, sobre el corazón.
—Fran Svargold, queda detenido por practicar conversiones vampíricas y por consumir sangre no animal.
La parálisis lo abandona y su rostro de mármol se retuerce en una expresión de súplica.
—Por favor, por favor… ¡estoy enganchado, pero nunca he atacado a nadie! Consigo la sangre convirtiendo a gente, sí, pero ellos me la dan voluntariamente ¡lo juro!
Me compadezco de él. Me dan ganas de soltarlo, le comprendo demasiado bien. Pero soy policía, y uno bueno. Sin embargo, hay una opción que podría satisfacernos a ambos. ¿Cuándo tendría una oportunidad igual?
—Voy a ofrecerte un trato —digo, mirando hacia arriba, por si hay ojos indiscretos—. De forma extraoficial.
— ¿Qué? ¿Qué quieres de mí?
—Vas a morderme, ¿de acuerdo? Aquí, en la mano.
En sus ojos veo que comienza a comprender.
—No sabe lo que me pide. ¿Por qué cree que me volví adicto a la sangre? Era mejor hace siglos, cuando aún pesaba sobre nosotros la maldición. Teníamos una finalidad en la vida, una misión. Pero ahora la eternidad es insoportable. Probé la sangre por aburrimiento, creí que sería excitante… ¿Es eso lo que quiere?
La inmortalidad. No podía ser tan pesada como mi vida.
—A cambio te dejaré marchar, pero deberás irte lejos, si no quieres que te detengan por atacar mortalmente a un agente de la ley. Y tendrás algo de sangre que beber.
Tendí mi mano hacia su cara. Él me mira, vacilante, pero mi expresión debe parecer segura. Sabe que no tiene opción. Coge mi mano y se la lleva a la boca. El dolor es punzante, mucho más de lo que habría esperado, tanto que no puedo reprimir un grito.
Los primeros rayos de sol asoman en el cielo sobre nuestras cabezas.